miércoles, 24 de octubre de 2007

PRIMEROS PASOS: UNA APROXIMACIÓN A LA HISTORIA ECONÓMICA



1. Interrelación entre economía e historia


Economía es una palabra de uso común para toda persona educada en nuestra sobreinformada era. Todo el mundo se ufana y salta de alegría cuando compra un coche de segunda mano a un precio económico; se bebe el café a sorbos mientras comenta el último descalabro de la bolsa poniendo la economía nacional patas arriba, o se le ponen los pelos como escarpias al comprobar el efecto de las hipotecas en la economía doméstica. La economía, bien sea una ciencia social, una ciencia socializada, la política de los números o la matemática de las personas, es en la actualidad un elemento fundamental del análisis de la sociedad en cualquiera de sus facetas. Esta controvertida ciencia, ha pasado de ser una aproximación a ciertos aspectos sistemáticos de la dinámica comercial y los modelos político-sociales, a convertirse en un escrupulosamente compartimentado cajón de sastre en el que buscan eruditos de todo pelaje para explicar aspectos diversos de la realidad como el bienestar, la política, la riqueza, el comercio, el poder, la ecología… Tanto a pie de calle como en lo académico, la economía abarca cada vez parcelas más grandes de nuestra percepción del mundo, hasta el extremo que muchas veces parece que la vida dependa de ella. Pero hay un punto que nos interesa especialmente, en medio de esa interdisciplinariedad intrínseca de la economía: su dependencia de la historia, en tanto que rama del conocimiento que pretende explicar la vida del hombre desde sus orígenes, y que cada vez se demuestra más que ha de ser también esencialmente interdisciplinaria.

Actualmente, inmersos en el mundo de la globalización, ésta no sólo se produce en el ámbito demográfico y cultural, sino que también es una tendencia con ecos en las propias concepciones de nuestro conocimiento más científico. A pesar de que el positivismo de tiempos pasados resaltaba la condición de empíricas para considerar a las ciencias como tales —siendo los cálculos estadísticos sin duda alguna base fundamental de las teorías económicas—, la condición insuperable de que finalmente sea el ser humano el objeto de la ciencia económica, ha hecho inevitable que la economía se globalice, incluyendo conclusiones más propias de la antropología u otras ciencias sociales. Sin embargo, su relación con la historia es mucho más antigua. La historia es fundamental como marco de referencia para el pensamiento económico (véase W. J. Barber, Historia del pensamiento económico, Alianza Editorial, 2005, Madrid, pág. 12). Aunque los economistas traten de prevenir, su ciencia se basa en el análisis de elementos reales en un momento concreto que por definición ha de ser pasado, si no, no existiría. Es por tanto indispensable conocer el pasado y poder reaccionar en base al mismo, para poder sacar conclusiones nuevas en el presente o incluso a largo plazo.

De alguna manera, el análisis del pasado es un laboratorio para los economistas, que encuentran fundamento a sus teorías, cargándose de razones para optar por una opción u otra gracias a los sucesos históricos (por ejemplo, conocemos los efectos negativos de la inflación por las catástrofes que ésta produjo en los siglos XVI y XVII en el seno de economías preindustriales). Se puede considerar que el estudio histórico proporciona armas argumentativas a los economistas, para entender y criticar modelos que nunca son verdades universales y que, como análisis de las sociedades humanas, no pueden escapar a la dialéctica de las ideas y al juez del tiempo, dimensión que da coherencia a un estudio diacrónico por necesidad. La economía no puede abstraerse de la realidad de las sociedades humanas pues ese es su campo de trabajo, y la memoria a la que recurrir en busca de datos y muestras empíricas es la historia de esas sociedades. En defensa de esta obligatoria interdisciplinariedad y de la importancia del pasado para la evolución científica, el gran economista John Maynard Keynes (padre de la macroeconomía) escribió: “Las ideas de los economistas y filósofos políticos […] y poco más es lo que gobierna el mundo. Los hombres prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual, son, generalmente, esclavos de algún economista difunto” (véase W. J. Barber, op. cit., pp. 12 y 13).


2. Evolución de la economía y la historia en la Edad Moderna: del mercantilismo a Adam Smith


Hemos visto brevemente el carácter multidisciplinar de la economía, y razonado sobre el carácter de la historia como elemento fundamental en ella. Pues bien, la historia, desde su amplísimo espectro, tiene en la economía una de sus fuentes de análisis principales, siendo incluso la materia central del análisis histórico para numerosos investigadores en determinadas épocas. En el marco de un positivismo científico en el que se comenzó a compartimentar eficazmente a las ciencias según sus objetos de estudio, el siglo XIX contempló la aparición de las primeras formas de historia económica. Esto se produjo casi a la par de la consolidación de la economía como disciplina científico-académica. El nacimiento de la ciencia económica es algo difuso, pero no así el ánimo de aquellos que promovieron una nueva vía de estudio que analizase la sociedad a través de términos nuevos como oferta, demanda, mercado, bienes escasos, capital, excedente o producción. Los primeros teóricos englobados en el mercantilismo, la fisiocracia francesa y de forma más audaz Adam Smith, se empezaban a plantear problemas sociales más allá de la moral y la teología, en el ambiente de una dinámica sociedad moderna que había iniciado, sin saberlo, un camino sin retorno en la vía del capitalismo. Ello se debió, fundamentalmente, a la apertura tanto del horizonte geográfico como social y tecnológico de la Europa del Renacimiento; el inicio de la navegación transoceánica coincidió con la recuperación demográfica y económica de las ciudades, en cuyo seno, las clases comerciantes y artesanales aumentaban sus posibilidades gracias a la ampliación del consumo, junto con la llegada de nuevos productos procedentes de los nuevos territorios descubiertos. Así mismo, la imprenta hacía su aparición, sacudiendo las conciencias y llenando las bibliotecas de obras clásicas, mientras que las universidades acogían a cada vez más críticos humanistas y la fiebre legalista dotaba a los reinos y repúblicas de un sistema administrativo cada vez más complejo.




En este caldo de cultivo, el comercio pasa de ser algo local a integrarse en una compleja red que abarca a Europa y los territorios allende los mares, dotándose progresivamente de nuevos sistemas financieros (aparición de la letra de cambio, de los primeros bancos, práctica del préstamo con interés). El mundo estaba cambiando y se había hecho más grande, con América y el Lejano Oriente como extremos. Ésta etapa es denominada por algunos estudiosos como The First Global Age, en referencia a esa apertura de la humanidad hacia una idea global del mundo, cuya cohesión fundamental son las relaciones económicas, y que es vista como antecedente de la globalización actual. Pues bien, en medio de todos estos procesos de apertura, la importancia del comercio y la fiscalidad ocupa un lugar cada vez más importante al lado del sustento tradicional del ser humano, la tierra. Surgen así nuevas teorías para entender las nuevas situaciones, que son agrupadas en un concepto llamado mercantilismo. Éste surge como resultado del estudio histórico de las características económicas de los siglos XVI y XVII, por autores del XVIII como el marqués de Mirabeau o el propio Adam Smith. Desde una perspectiva lejana e incluso crítica, estos autores decidieron agrupar en un cuerpo teórico coherente las tendencias económicas de una época en que la economía no existía como ciencia. De hecho, el sacrosanto término no pasaba del significado de su étimo griego (oikós-nomía), que venía a significar algo así como las normas para llevar el hogar. Sin embargo, el progreso de las sociedades suele ser más rápido que el de las mentalidades.

El padre de la economía clásica vio comportamientos llamativos en los años del Renacimiento y del Barroco. Para empezar, aunque con dificultades, el pecado de usura era cada vez más un vicio común entre comerciantes, banqueros e incluso reyes, en un maremágnum de clientelas, cortesanos y familias que hacían del Estado y el erario público su propiedad personal, dirigida y administrada en la corte. Cada vez más en solfa las acusaciones de la Iglesia, la afirmación aristotélica de que “el dinero no genera dinero” sonaba a cuento de viejas, fijándose los tipos de interés y acuñándose nueva moneda con el oro y la plata de América a placer. Éste es un elemento clave, y una de las críticas principales que haría Adam Smith: en la llamada época del mercantilismo, la riqueza se medía en metales preciosos y no en ahorro de capital para la inversión y en circulación de bienes de capital y consumo, lo que para el pensador escocés era la explicación de la baja productividad existente. Así mismo, en contra de la libertad de los propietarios que defendería para realizar inversiones en busca del beneficio propio, que involuntariamente repercute en la riqueza global (véase Barber, ibid., pp. 29-32), las tradiciones mercantilistas venían representadas por el control estricto del poder político o fáctico (es difícil hablar de Estado) sobre el comercio, cuya dominación dependía de que la balanza de las exportaciones estuviera a favor, limitándose las importaciones.

El comercio y los metales preciosos fueron sin duda los grandes impulsores de la prosperidad de la primera era global (los barcos en sí mismos enriquecieron a las primeras compañías aseguradoras como la Lloyd de Londres), pero sin comprender el porqué, las economías europeas sin conciencia de sí mismas, se verían fuertemente sacudidas por el fantasma de la inflación, produciéndose la famosa “revolución de los precios” (criticada por C. M. Cipolla, Historia económica de la Europa preindustrial, Revista de Occidente, 1976, Madrid, pág. 204). A pesar de las novedades, la economía europea seguía ligada a la tierra, pues la mayor demanda, además inelástica, era de bienes de primera necesidad, alimento fundamentalmente. Las clases potentadas, que extraían su ahorro de los impuestos y excedentes agrícolas que a duras penas les entregaban sus campesinos en régimen señorial, apenas invertían en cosas productivas. La renta se consideraba patrimonio o se gastaba en bienes suntuarios, mientras que los ingresos se obtenían muchas veces de la especulación de los bienes alimenticios por las clases propietarias en épocas de carestía. Ello sólo se lograba mediante el acaparamiento por unos pocos de la propiedad del medio de producción mayoritario: la tierra. Por tanto, ante la falta de perspectiva sobre el comportamiento económico, el inmovilismo se imponía en un proceso de miseria retroalimentado, que con el desfase entre oferta y demanda y la “monetarización” de la economía, generaba fuertes procesos inflacionarios de los precios. Pero nuevos vientos suavizarían las tempestades.

El fortalecimiento absolutista del Estado, con el consecuente debilitamiento de la nobleza, favorecería la racionalización, aún mercantilista, de la producción y la fiscalidad, apareciendo nuevas teorías distributivas que, por ejemplo, emplearía con acierto en Francia el ministro de finanzas Jean-Baptiste Colbert, durante el reinado de Luis XIV. Se había engrasado la máquina, pero el problema estaba en los engranajes. El siglo XVIII trajo importantes adelantos en las técnicas de producción agrícola (método Norfolk) que mejoraron las condiciones de vida y suplieron las carestías de tiempos pasados, así como el desarrollo de sectores como el textil o el siderúrgico acaparó cada vez más capital perteneciente a las clases con mayor poder económico, cobrando mayor importancia la burguesía, enriquecida a través del comercio fundamentalmente.


Ello hizo que surgiera una nueva forma de ver las cosas, aunque habría divergencia de opiniones. En Francia, trabajos como los de Quesnay, Cantillon o Dupont, en el seno de las ideas fisiocráticas, acuñaron el concepto de un “orden económico” (véase M. Dobb, Teorías del valor y la distribución desde Adam Smith, Siglo XXI Argentina editores, S.A., 1976, Buenos Aires, pág. 55), regido por leyes abstractas basadas en el racionalismo que cambiarían las pautas tradicionales del Estado en cuanto al comercio y la fiscalidad. Determinaron además que el orden económico condicionaba el orden social, una visión que muy posteriormente será criticada por considerar al ser humano un “homo economicus”. Pero lo más importante de esta tendencia, es su definición de la riqueza como un producto neto, que identifican con el excedente agrícola que integra las rentas de los propietarios; para ellos, el único medio de producción existente era la tierra generosa (véase Dobb, idem). Con esta concepción en la mente, criticaron sin embargo las restricciones estatales al comercio y los impuestos elevados, entendiendo que ello entorpecía la producción agrícola, así como definieron el flujo circular del intercambio, visión predecesora del flujo circular de la renta, con la idea de la interrelación de todos los sectores y elementos del proceso económico. Era un concepto similar en sus consecuencias, aunque más racional, que el “milagro de la competencia” británico (véase Dobb, ibid. pág. 56).


El título de la gran obra de Smith, La riqueza de las naciones, es un gran ejemplo de la evolución de la sociedad moderna, que a finales del siglo XVIII había creado un concepto cada vez más complejo de nación, al tiempo que la diferenciación entre público y privado empezaba a ser efectiva, lo que va implícito en ese concepto de riqueza para todo un grupo humano que acuña el autor escocés, y que es el paso previo al concepto de renta nacional (véase Barber, op. cit., pág. 31). Sin entrar demasiado en disquisiciones pertenecientes a la materia de los economistas, podemos decir que las líneas maestras definidas por Adam Smith son las referentes a la consideración de una dicotomía de fuerzas, cuyo equilibrio caracterizaban un “orden natural” de la sociedad, tales como los pares encontrados de egocentrismo y altruismo; el deseo de libertad y el sentido de la propiedad; y el hábito del trabajo y la propensión al intercambio (Barber, ibid., pág. 28). A raíz de esta práctica visión individualista de la sociedad, el erudito de Kirkaldy llegaría a la conclusión de que el fin colectivo de una nación por enriquecerse, se hallaba escondido en la conjunción de todos los fines particulares de enriquecimiento de los individuos que la componían. Comenzaba a pergeñarse la idea de la libre concurrencia.

Así mismo, vio en la división del trabajo la clave para que esto se pudiera llevar a la práctica. Creía tanto en la necesidad de la especialización profesional, como en la diferenciación entre trabajadores productivos e improductivos. Para él, los productivos eran aquellos que trabajaban con bienes de producción, resultado de la reinversión de excedente generado. Aquí se diferencia claramente de los fisiócratas, pues Adam Smith cree que los bienes producidos por el ser humano pueden ser capital, no restringiéndose a la tierra. Así mismo, definió el concepto de valor de uso (intrínseco a las características del objeto respecto de su utilidad para satisfacer necesidades) y valor de cambio, que creyó se establecía en base al input de trabajo, capital y tierra, que requería su utilidad. Estos tres inputs (trabajo, capital y tierra) son los que definió como factores de producción, aquellos elementos indispensables en la obtención del producto. La noción de valor en Adam Smith es difícil de entender según las concepciones actuales, pues él diferencia valor de precio, por lo que las fluctuaciones del mercado no afectarían a este concepto. Sin embargo, el precio es en su sistema la magnitud que determina la demanda de un bien junto con el poder adquisitivo (véase Barber, ibid., pp. 32-39).


En cuanto a la sociedad, Smith la dividía en tres órdenes: la clase trabajadora, los capitalistas y los propietarios. Esta división teórica era especialmente crítica con los terratenientes, quienes vivían de las rentas de la tierra sin invertir en la producción, a diferencia de los capitalistas que vivían del beneficio de lo que invertían o los trabajadores que vivían del salario que ganaban como retribución de actuar como input del proceso productivo. Evidentemente, esta división, que se ajusta a una sociedad del Antiguo Régimen, a caballo con una clasista, merece muchas matizaciones. En muchos casos, los terratenientes aunaban los tres órdenes, e igual los manufactureros; además, fueron los grandes propietarios quienes en países pioneros en la industrialización como Inglaterra, soportaron la mayor inversión en nuevos medios de producción. Aunque sea un modelo bastante rígido, Smith sin embargo reconocía esto como un hecho social y no como una condición preestablecida. Como hombre ilustrado defensor del individualismo, creía en la promoción social, no proponiendo éstos órdenes como compartimentos estancos (Barber, ibid., pp. 40 y 41). De aquí deriva su idea de distribución de los bienes.

De igual modo, Smith, defensor de la expansión económica, del concepto de crecimiento natural de todos los elementos económicos, a lo largo del tiempo, si se deja actuar a la economía libremente y en competencia, creyó en un principio en la tendencia a la baja de los salarios (siempre con un mínimo natural marcado por la subsistencia del ser humano) con el aumento de la productividad, pues ésta inducía a un crecimiento poblacional. Desecharía esta concepción más tarde en favor de la influencia que el devenir económico tiene en las participaciones no salariales de la renta (beneficios y rentas de la tierra), los cuales influyen en el nivel de los salarios, que son influidos a su vez por el nivel de los precios en el mercado (véase Barber, ibid., pp.44 y 45). Por tanto, otro elemento fundamental en su teoría es el beneficio, que depende de la inversión realizada (salarios incluidos) en capital, del precio que cobre el producto en el mercado (que variará según la tendencia al alza o a la baja de la economía) y del aumento de la demanda. Es decir, el beneficio, lo que se obtiene en concepto de interés por el uso del capital y de los réditos obtenidos de la participación en el mercado de lo producido, aumentaría al aumentar la población, pues con ésta aumentaría la demanda.

Pero también, el incremento demográfico aumenta la demanda de materias primas de la tierra (alimento), al igual que el crecimiento del sector no agrícola incrementa la demanda de materias primas para el proceso productivo (algodón, lino, carbón…), por lo que se mostraba de acuerdo con los fisiócratas en que el incremento de la productividad no agrícola dependía, aunque fuera indirectamente, de la disponibilidad de materias primas salidas de la tierra. Vagamente, Adam Smith intuyó que el crecimiento económico, a largo plazo, minaba los factores que provocaban el mismo. El aumento de la demanda de bienes de la tierra, podía crecer más rápido que la oferta, lo que produciría el aumento de los precios. Ello, indudablemente, repercutiría en favor de los propietarios, que seguirían obteniendo beneficio, mientras que los trabajadores mantendrían sus sueldos al mismo nivel con menores posibilidades de adquisición del producto. En consecuencia, se debilitaría el factor de producción que llamaríamos limitante en la actualidad (los trabajadores), teniendo graves consecuencias para la economía. Pero era un mal lejano que podía despreciarse en favor de la solvencia del resto de sus conclusiones (Barber, ibid., pág. 46).

Quizá el punto más importante del pensamiento de Smith sean sus definiciones del producto social bruto y producto social neto o limpio, para explicar de dónde surge el crecimiento económico. Él definía el bruto como el producto anual de la tierra y el trabajo, mientras que el neto era el resultado de deducir del bruto los gastos de mantenimiento, tanto para el capital fijo como para el capital circulante. En el caso del capital circulante, con deducir el mantenimiento se refiere a restar aquello que se dedica para mantener igual la producción del año siguiente, resultando así la renta neta, que es la cantidad de producto disponible para aumentar la producción en el futuro (Barber, ibid., pág. 47). Lo curioso, es que esos gastos de mantenimiento en la teoría de Adam Smith abarcaban a toda la sociedad. Para obtener entonces la renta neta de una nación, habría que ver la distribución de la renta en toda la sociedad. Como los asalariados (la gran mayoría) dedicaban prácticamente toda su renta a su mantenimiento (subsistencia), eran los terratenientes y capitalistas los únicos que disponían de excedente (renta neta) con el que formar ahorro, que pudiera ser convertido en un futuro en capital para ampliar la producción, con el corolario del crecimiento económico. Por tanto, la expansión económica y el ahorro, en una economía sana, debía explicarse por la cuantía de los beneficios.


A este respecto, Smith era muy crítico con los terratenientes, de quienes consideraba que despilfarraban en consumo lo que debían destinar a inversión para beneficio propio y ajeno. Su confianza la depositaba en los que denominaba capitalistas. Entonces, acumulación de capital (ahorro) junto con la correcta distribución de la renta entre los diferentes sectores de la sociedad, determinaban el ritmo de expansión económica. Finalmente, el colofón de su teoría económica era la oposición férrea al proteccionismo mercantilista, creyendo que las restricciones al mercado impedían la especialización internacional de la nación en la producción de ciertos productos competitivos, cuando en su sistema el crecimiento dependía de la acumulación de capital, que se lograba mediante una especialización eficaz del trabajo. Para ello, defendía la libre concurrencia en el mercado, pues los intereses egoístas particulares, que equiparaba con las manipulaciones gubernativas, tenían su perfecto contrapeso en un nivel de competencia que creciera al nivel del progreso de mejora económica. De esta manera, la competencia garantizaba la igualdad de condiciones necesaria para maximizar el crecimiento económico, al tiempo que este daba pábulo al crecimiento de la competencia efectiva (véase Barber, ibid., pp. 49-52).

Tras haber analizado someramente los puntos principales de la teoría económica de Adam Smith, nos damos cuenta de que estamos ante el primer gran sistema con un horizonte teleológico, que en base a unas estructuras claras, intenta buscar soluciones para conseguir el bienestar de la sociedad a través de los recursos existentes. En él se aúnan consideraciones morales, estadísticas, materiales y, por supuesto, históricas, que juntas conforman un análisis lógico de la realidad con una clara intencionalidad práctica. La riqueza de las naciones, publicada en 1776, supuso el nacimiento de la economía como ciencia, pues sentó la base de partida para un análisis de problemas reales a través de una metodología racional y sistematizada, planteando Smith muchas cuestiones que la llamada economía clásica intentaría responder durante los dos siglos siguientes. Sus ideas sin embargo, no surgieron de la nada. Adam Smith pudo plantearse estos problemas porque vivía inmerso en una sociedad en pleno cambio de sus estructuras, era el comienzo de la revolución industrial, y este humilde pensador escocés, sabiendo leer las líneas de la historia y los fugaces destellos del presente, reaccionó, dando a la gente de una épocael tipo el conocimiento que necesitaba. En mi opinión, al margen de lo cuestionable de los enunciados de Smith, su valor y audacia radican en su oportunidad histórica.



3. Tendencias historiográficas


Desde la consolidación de la economía como ciencia en el siglo XIX, y teniendo clara su continua interacción con el conocimiento histórico, ambas disciplinas unidas en la historia económica (materia auxiliar tanto para historiadores como para economistas), han sido sometidas al análisis y al enmarque teórico de cada época e investigador. De todo ello resulta un dilatado cartapacio de percepciones que actualmente, en medio del post-modernismo reinante, podemos tener en cuenta como recurso a la revisión de conceptos sumamente interesantes que no han llegado a ser respondidos debidamente.


Mientras la economía evolucionaba, la historia, tradicionalmente erudita y dedicada a la política fundamentalmente, empezaba a abrirse camino como ciencia social de amplio espectro. En la Alemania del siglo XIX, los estudios de Leopold von Ranke, al calor del joven y vigoroso nacionalismo germano, comenzaba a introducirse en territorio de la economía, recurriendo al mercantilismo como una disciplina esencial para explicar la historia europea y especialmente alemana, donde el proteccionismo económico era la hoja de ruta de los estados que integraban el Zöllverein. El austriaco Joseph Alois Schumpeter, desde el otro lado de la trinchera (el de la economía), quería ampliar sus miras intelectuales, definiendo al estudio de lo económico como una ciencia heterónoma, es decir, dependiente de otras disciplinas bien diferenciadas. También creía que el hombre no podía ser un mero objeto pasivo del análisis económico y que, por lo tanto, esa interdisciplinariedad que reclamaba debía servir para integrar las diferentes facetas del ser humano y su comportamiento que, a su juicio, son de una influencia muy importante en las teorías económicas. Así mismo, la condición de unificar lo individual con lo colectivo de forma coherente es otro aspecto destacable de su pensamiento, en el deseo de comprender la dimensión social e individual del ser humano en un contexto económico.

Interesante resulta también su percepción del capitalismo, como un proceso progresivo y de largo recorrido, surgido a partir del feudalismo medieval y que ha evolucionado hasta aunar el reconocimiento a la propiedad e iniciativa privada, el libre comercio, la subdivisión del trabajo (están presentes las teorías de Adam Smith aún) y la plena participación del crédito bancario en el flujo de la renta. Partidario de la libre concurrencia y enemigo del proteccionismo, tenía sin embargo la convicción de que el sistema capitalista adolecía de debilidades estructurales que lo someterían a grandes expansiones y fuertes crisis, augurando el fracaso del modelo sin ver una solución plausible. En su libro Historia del análisis económico, publicado durante el ejercicio de su cátedra en la universidad de Harvard, este autor de la primera mitad del siglo XX consideraba que la economía se dividía en tres grandes ramas: teoría económica, econometría, y lo más curioso para nuestros intereses, historia económica. De esta forma, una disciplina híbrida surgida al auxilio de otras dos importantes materias, tomaba cuerpo en el ámbito académico.

Paralelamente, desde el seno de la historia, en pleno Crack del 29 con la crisis intelectual que causó en todo Occidente, dos jóvenes historiadores franceses llamados Lucien Febvre y Marc Bloch, publicaban los Annales de l’histoire économique et sociale, una obra que plantea una nueva historia, unificando los datos históricos con el estudio económico de los mismos, lo que se convertirá en un aspecto fundamental de esta ciencia durante el resto del siglo XX. Tras el trágico final de Bloch, asesinado por los nazis durante la II Guerra Mundial mientras gritaba “Vive La France” (era de familia judía), Lucien Febvre continuó desarrollando las nuevas ideas que había concebido con su amigo, dándolas a conocer a un aventajado discípulo que daría una nueva vuelta de tuerca al análisis histórico.


Fernand Braudel buscó un método para hacer una “historia total”, con un planteamiento muy original según el cual, las diferentes estructuras que conformaban el conocimiento histórico debían verse a través de tres dimensiones temporales: un tiempo largo en el que se estudiarían las estructuras permanentes o inmóviles como la geografía; un tiempo medio en el que se situarían los aspectos culturales, antropológicos, sociológicos, económicos… de las estructuras humanas; y un tiempo corto, el de la política, donde se estudiarían los conflictos, los grandes personajes… La plasmación de estas ideas tuvo origen en plena guerra mundial, cuando, de memoria, Braudel, aprisionado en el campamento nazi de Lübeck, comenzó a escribir los primeros borradores de la ciclópea obra en tres volúmenes que sería su cumbre como historiador, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1959). En estos tres tomos aplicaría literalmente la división temporal antes planteada. Nacía así la segunda generación de una escuela con eco internacional, mundialmente conocida como Annales. La tercera generación, con Braudel fuera del asunto, fue de alguna forma capitaneada por Jacques Le Goff y Pierre Nora, incluyendo al veterano Lucien Febvre y al controvertido Michel Foucault. Tomando el término de “nueva historia” acuñado por Febvre, esta generación de los años setenta se caracterizó por su heterogeneidad de concepciones y estilos, por la asunción e interiorización de los métodos de la antropología, por el desarrollo de la historia de las mentalidades y las representaciones, así como por la historia política, económica y por la historia total. Es la generación más ecléctica de los Annales, cuyos efectos siguen vigentes a día de hoy en un gran número de universidades.

La otra gran escuela del siglo XX que dedicó sus esfuerzos al desarrollo de la historia económica fue el marxismo británico. Surgido en torno a 1949, plantea la visión económica de la historia desde el punto de vista del materialismo histórico, estructurando la realidad en una infraestructura socioeconómica a la que se superpone una superestructura ideológica, y que observa los cambios sociales y los conflictos como consecuencia de la dialéctica de clases con un fuerte trasfondo económico. Esta tendencia empezó con las discusiones entre Paul Sweezy y Maurice Dobb por fijar los límites del feudalismo en el tiempo y analizar el surgimiento y características del establecimiento del capitalismo. Escribieron la mayoría de sus artículos en la revista Past & Present, sumándose posteriormente a la publicación Robert Brenner, quien desviaría el debate de la cuestión anterior a la fijación en los conflictos sociales y la antes aludida lucha de clases como verdadero motor del cambio histórico.

Fuera del ámbito Europeo, la otra zona donde surgen importantes novedades en la interdisciplinariedad historia-economía es en Estados Unidos. Allí se crea la escuela de la cliometría, (de la musa de la historia Clío y de medir o cuantificar). Esta corriente se dedica a dar magnitudes matemáticas a cualquier categoría histórica, incluida la económica, fiándose más de los resultados empíricos y numéricos que de las disertaciones eruditas y el mero contraste de fuentes. Por esta razón, la cliometría ha sido fuertemente criticada por considerarla falta de perspectiva y proponer razonamientos teóricos abstractos a realidades humanas que no son exactas, dudando de la verosimilitud de sus conclusiones. Comenzó con un trabajo de Conrad y Meyer sobre la economía esclavista en el sur de Estados Unidos. Pero sin duda los resultados más escandalosos fueron los alumbrados por Robert Fogel, quien afirmó que, cuantitativamente, el efecto del ferrocarril en el desarrollo económico y cultural de Estados Unidos fue insignificante, y que los mismos procesos hubieran tenido lugar de no haber existido. De paso, fue pionero también en las técnicas de historia contrafactual, dedicada a analizar situaciones hipotéticas de no haber ocurrido los hechos históricos documentados. Robert Fogel ganó en 1993, junto con Douglas North, el Premio Nobel de Economía por haber renovado el estudio de la historia económica con sus métodos cuantitativos. La última tendencia más llamativa en el campo de la historia económica, es la surgida en Francia en la década de los 80’s, la sociología pragmática del acierto, creada a partir del libro de Thevenot y Boltanski L’économie de la Grandeure. Se centra fundamentalmente en la faceta psico-social del individuo en el seno del grupo, y de cómo sus reacciones pueden influir a la economía y determinar los cambios históricos.


Sin embargo, otras teorías del siglo XX, algo más antiguas, siguen perdurando hoy día, seguramente por su crucial importancia en el momento en que fueron planteadas y la cantidad de estudios en los que han influido. Un ejemplo es el “sistema mundo” planteado por el estadounidense Inmanuel Wallerstein para la Edad Moderna. Propone que la economía funciona como un sistema concéntrico de influencia. En el centro de ese “campo de fuerza” económico, situaría a los países más desarrollados según su juicio, que los identifica con los primeros en experimentar el desarrollo de una economía capitalista, asociada al parlamentarismo en la política. Situaría por tanto en este centro a los Países Bajos y a Inglaterra, núcleo difusor del desarrollo económico, comercial industrial. Después se hallaría una semiperiferia donde sitúa a los países semidependientes del centro económico, que aún así tienen economías fuertes pero dependen de los medios de producción de los países más desarrollados. España sería el ejemplo más claro. Por último, define una extensa periferia, zonas del mundo dependientes tanto económica como políticamente del centro y la periferia; aquí situaría el mundo colonial de América, África y zonas de Asia. Se trata de un sistema teleológico que plantea una sucesión de estados culminantes en un centro al que todos desean acceder y tratan de imitar. En contra de este planteamiento, de gran divulgación pero también fuertemente criticado, se manifiesta la teoría económica polinuclear, de gran vigencia en la actualidad, y que propone la existencia de varias redes comerciales mundiales con sus respectivos centros, que a su vez se entrelazan en múltiples direcciones, sin existir una clara tendencia a depender de un solo centro de comercio, sino que las diferentes redes funcionan autónomamente con variedad de reglas, a pesar de existir relaciones globales. Uno de los representantes más importantes de esta teoría es Bartolomé Yun Casalilla, del que destaca su obra Marte contra Minerva: el precio del imperio español c. 1450-1600. Como vemos, el estudio interdisciplinario es la piedra de toque para la comprensión de la historia en la actualidad, siendo cada vez más polifacéticas las aproximaciones hacia el conocimiento científico y humanístico. La originalidad es sin duda una herramienta clave para la innovación y la apertura de nuevos caminos en cuestiones que aún no han sido resueltas satisfactoriamente. Sin embargo, no dejamos de correr el peligro de que los árboles no nos dejen ver el bosque. La innovación, en mi opinión, ha de ir acompañada del establecimiento de ciertas normas y convenios que nos permitan aunar esfuerzos desde puntos de vista distintos, pues el fin último de todo investigador es llegar a conclusiones lo más objetivas posibles que solucionen los problemas planteados. En todo caso, cualquier intento de salirse de la norma, con talento, es un buen augurio. Ya se sabe, “Nos ladran Sancho, luego cabalgamos” (El Quijote, de Orson Welles).

viernes, 19 de octubre de 2007

Bienvenidos

Saludos lectores y compañeros. Sed bien recibidos en este humilde rincón del conocimiento, donde os invitamos a dejar vuestra firma y comentarios. Intentaremos ser claros en la redacción y correctos en el contenido. En todo caso, la crítica o la felicitación queda de vuestra mano. Esperamos aprender mucho con vosotros, y si no damos buenas respuestas a los problemas de la Historia Económica, al menos intentaremos plantear preguntas interesantes, a ver si aprendemos a investigar que de eso se trata.


Aquí publicaremos, semanalmente, aquellas cuestiones de interés que susciten las clases de Historia Económica de la Edad Moderna, combinadas con un punto de información adicional sobre los fundamentos de esta disciplina y algunos personajes y aspectos importantes en lo referente a la economía y su entorno histórico, que siempre irán de la mano en el recorrido global por la realidad de una época que nos fascina y de la que nos queda tanto por saber. Por lo demás, sólo queda empezar a trabajar. Un saludo, nosotros también ojearemos vuestros blogs.