Una semana más, nos disponemos a hablar de historia, para no olvidarnos, con las navidades a la vuelta de la esquina, que aunque estemos de vacaciones los libros siguen en las bibliotecas y los seres humanos siguen creando nuevos episodios de los que futuros estudiantes de lo nuestro escribirán
blogs o lo que exista (a lo mejor ya se estudiará con modelos de realidad virtual, o nos reconstruirán genéticamente, lo cual dudo que tenga interés, quien sabe). Es algo trivial, pero se me ocurren algunas preguntas: ¿si nosotros en el siglo XXI seguimos escudriñando la Edad Moderna, en el siglo XXIV, por ejemplo, los modernos seremos nosotros y nuestros modernos los antiguos? Y, para los modernos, ¿pudieron verse ellos superiores a los antiguos como nosotros a los modernos y pensar que en el futuro serían historia, teniendo una conciencia de crisis en su siglo?, ¿Acaso la Guerra de los Treinta Años o las numerosas revueltas políticas que acontecieron fueron percibidas en el siglo XVII como en el siglo XX la II Guerra Mundial o en la actualidad las actividades terroristas?, ¿discutieron también nuestros modernos antepasados sobre el cambio climático? O ¿se plantearon las luchas entre parlamentarismo y absolutismo en términos comparables a las actuales entre democracia y dictadura? ¿Su dependencia de los metales preciosos era similar a la nuestra del petróleo? Estas preguntas tan marcadas por nuestro presente, no son más que una versión contaminada del ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos y a dónde vamos?, son el simple resultado de buscarnos a nosotros mismos a través del pasado, pues el futuro lo desconocemos y estudiar el presente es como intentar meter el aire en los bolsillos. Y sin embargo el aire está ahí, y nosotros enjuiciamos nuestro presente. La historia comparada es un deporte intelectual de alto riesgo, uno se resbala un poco y se da de bruces con el anacronismo pero, si el presente se reduce a un parpadeo, no hay más que mirar la prensa o escuchar a los políticos para darse cuenta de que al hablar de actualidad hacemos continuamente historia comparada. Una legislatura es mala porque fue mejor la anterior; un país es nación porque dos reyes se casaron en el siglo XV o porque vinieron los romanos; nos prometen el progreso porque arrastramos el atraso de nuestros padres.
Pues bien, como vivimos una época que pensamos de crisis y cambios, hechos lejanos del siglo XVII siguen resultando interesantes; en aquella era las palabras usadas no eran tan diferentes, y me temo que en siglos venideros (como el XXIV), lo llamen como lo llamen, la modernidad se seguirá estudiando. De hecho, el siglo XVII fue una época especialmente interesante en lo referente a alteridades, paradojas y pensamiento irracional y científico. ¿Acaso no será trampa de nuestra memoria el ver el presente como el pasado? ¿Donde termina la analogía y empieza la realidad? No sabemos si la historia ofrece verdad, pero de lo que estamos seguros es que desconfiamos de nuestros contemporáneos. Por eso escribimos libros y justificamos nuestros pensamientos en ellos, por eso en el tiempo de los automóviles, los aviones y las naves espaciales, nos preguntamos por el siglo de los barcos, los caballos, los sombreros y los arcabuces. Al fin y al cabo, haciendo de la analogía reflexión y de la comparación certeza, podríamos decir que los astronautas de ahora son los marineros del pasado, y por qué no, el Nuevo Mundo de aquellos no deja de ser un anhelo parecido a la paz y libertad mundial de ahora y semejante al intento de llegar a Marte para salvarnos en un futuro de un planeta destruido. Por mucho que descubramos y avancemos, el ser humano seguirá con sus intereses, cambiando de collar a sus perros. Al fin y al cabo no somos más que parte de un pequeño punto pálido azul en el espacio (dicho por Carl Sagan), cuya concepción de las cosas es tan limitada que difícilmente podremos sustraernos a las reglas permanentes de un mundo que gira sobre si mismo (lo que también se descubrió por aquel entonces), sumergido en las tinieblas de la ignorancia. Hagamos lo que hagamos, el universo seguirá en expansión y los hombres seguiremos discutiendo. Y desde luego, por el momento, Europa sigue siendo Europa. ¿Está en crisis en la actualidad?, ¿lo estuvo en el siglo XVII? Vamos a ver que nos dicen los libros.
2. La idea de la crisis
Una vez explicada brevemente la lógica por la que puede importarnos lo ocurrido en el siglo XVII, voy a tratar de esbozar algunas líneas sobre las causas por las que se habla de crisis en esta época. Hay varios puntos a los que acercarse para hablar de crisis. Uno de los caballos de batalla más importante para definir este fenómeno como algo generalizado a toda Europa es la crisis demográfica, presente sobre todo en la parte mediterránea (terrible en la mayor parte de la Corona de Castilla, no así en la de Aragón), aunque lleno de matices, pues muchos consideran que consiste en tomar la parte por el todo, y así mismo esa parte está llena de diferencias que se establecen región a región, río a río, camino a camino, pueblo a pueblo… No menos sugestivas resultan teorías más exóticas como la que habla de la ausencia de manchas solares y auroras boreales entre 1645 y 1715, de lo que se hicieron eco eruditos observadores como Flamsteed, Halley o Cassini, y que ha llevado a pensar, apoyado por estudios dendrocronológicos, en un breve período de glaciación, reduciéndose en un grado la temperatura media anual y con ello buena parte de las cosechas europeas, con sus consecuentes ecos económicos y sociales. Así mismo se ha hablado también de una época de pestes y otras epidemias, con una mortandad mayor que en el siglo anterior y no registrada desde el siglo XIV. En lo religioso se produjeron también convulsiones entre el auge del calvinismo tan importante en la Guerra de los Ochenta Años a caballo entre el siglo XVI y el XVII y asuntos delicados como el Edicto de Restitución del emperador Fernando II en plena guerra europea. Y es que las guerras (de Flandes y de los Treinta Años), las revueltas campesinas y regionales (En Austria, en Portugal, la Revolución Inglesa, la revolta catalana, los numerosos conflictos en Bohemia y Hungría, la violencia desatada en los Estados Alemanes, las frondas en Francia y muchas más que opto por dejarme en el tintero), intrincadas con asuntos religiosos y constitucionalistas (pues identificar libertad política con libertad de culto era leit-motiv de la época), dejaron buena parte de Europa hecho un verdadero solar.
Vemos por tanto un continente conectado por las guerras y las rebeliones, dividido por la religión e inconexo en sus experiencias políticas y económicas (véase Geoffrey Parker,
Europa en crisis, 1598-1648, Siglo XXI, 1981, Madrid, pp. 2-4.). Aunque Europa afrontó experiencias globales como el auge comercial, la Guerra de los Treinta Años o la aludida despoblación, lo hizo de formas muy diferentes. Y estas diferencias se encuentran tanto en el ámbito geográfico como temporal. Mientras que Inglaterra vivió en la segunda mitad de siglo una época de reformas económicas y sociales que la desligaban de la historia del continente en cuanto al absolutismo, España vivía un “Siglo de Oro” desde el reinado de Felipe II hasta 1640, que por otra parte estuvo jalonado por bancarrotas, importantes derrotas militares y el anquilosamiento económico y poblacional; y Francia, al contrario que Inglaterra, con el auge del absolutismo personificado por Luis XIV experimentaría su
grand siècle entre 1661 y 1715. Por otro lado, las Provincias Unidas holandesas, cuya gloria era complementaria a la ruina de España en un principio, y luego adversa a la competencia británica y francesa para volver a entenderse con España desde la distancia, sin embargo constituyó un ejemplo de potencia comercial y Estado equilibrado en lo económico, que permite hablar del siglo XVII como su “Siglo de Oro”. La Suecia de Gustavo Adolfo y Axel Oxenstierna, también repuntaría el manido término de crisis, experimentando un aumento considerable de su influencia en Europa y de su actividad comercial, convirtiéndose en la potencia unívoca del Báltico, de lo que daría buena cuenta el ducado de la Gran Polonia que perdió su independencia, años después de que en Moscovia los Románov subieran al poder en 1613 para iniciar el largo camino a lo que sería el poderoso Imperio Ruso en tiempos de Pedro I el Grande (véase Joseph Bergin,
El siglo XVII, Crítica, 2002, Barcelona, pp. 9, 10). El siglo XVII se nos presenta como un siglo de claroscuros (al igual que las pinturas de Caravaggio y Rembrandt), con cambios que favorecieron la evolución de la sociedad, pero también con grandes carestías, muerte, pobreza, caída de precios, crisis de los mercados… Hablar de una crisis generalizada puede resultar complejo, pero lo que está claro es que no fue un período de esplendor analizando la suma de factores políticos, socioeconómicos, religiosos y de cualquier otra índole salvo la artística y la científica (véase J. Bergin,
ibid., pág. 11).
Tras la revolución de los precios del siglo XVI, los datos cuantitativos ofrecen un panorama de estancamiento o retroceso. El corazón de la economía europea que constituían los países del noroeste (Países Bajos occidentales, noroeste de Francia y los condados ingleses del sudeste), en principio no se ajustan a este cuadro. Es más, atravesaron un periodo de considerable feracidad entre 1580 y 1640 aproximadamente. Hubo reconstrucciones de centros urbanos en el sudeste inglés, crecimiento de ciudades como París y Amiens, construcciones de impresionantes infraestructuras como canales y diques en Holanda… Los estados limítrofes con el mar del Norte lograron dominar en torno a 1600 los mercados europeos tanto en materia de mercancías como de servicios, aplicando, sobre todo los holandeses, incipientes prácticas capitalistas gracias al ahorro de suculentos excedentes de efectivo. Así mismo, este ámbito norteño experimentó mejoras en las técnicas agrícolas y una mayor especialización manufacturera que la mayor parte de Europa (véase G. Parker, op. cit., pp. 33-35). Como vemos, el cambio de ciclo económico no fue uniforme en toda Europa. Fue más prematuro en los países mediterráneos comenzando a principios de siglo, mientras que en ese corazón económico al que hemos hecho referencia no se produciría hasta 1640. A partir de entonces nos encontramos con una tendencia claramente descendente con una caída del nivel de los precios. Los estudios de E. J. Hamilton avalaban la tesis de una gran depresión a causa de un teórico descenso de la entrada de metales preciosos en Europa con la llegada del siglo XVII. A ello se sumarían el estancamiento demográfico, la caída de la producción agrícola con respecto al siglo XVI y la decadencia de tradicionales centros manufactureros como el sur de los Países Bajos y el Norte de Italia (véase Ricardo Franch, Historia Moderna Universal, Ariel, 2005, Barcelona, pp. 489-491). Sin embargo, estudios posteriores, especialmente los de M. Morineau, han criticado los argumentos de Hamilton, sobre todo el de la entrada de metales preciosos, en base al elevado nivel de fraude de las cifras que éste manejó en su momento. Basándose en gacetas mercantiles e informes de cónsules extranjeros, Morineau ha podido demostrar que la afluencia de metales se mantuvo estancada en la primera mitad del siglo XVII, y que en la segunda llegó a superar los niveles máximos del siglo XVI. La diferencia entre la dinámica de los precios y la positiva entrada de metales nos obligan, por tanto, a desligar un elemento del otro. La evolución de los precios quizá tenga su respuesta en la relación existente entre la oferta productiva y la demanda de la población (véase R. Franch, ibid., pág. 491).
Es más, que desciendan los precios no quiere decir necesariamente que haya un período de crisis económica. Hay que tener en cuenta la doble cara de los procesos económicos; en el mercado, los precios bajos beneficiaron a los compradores, la mayor parte de la población. Las dificultades existentes, que fueron importantes, no deben verse sin embargo como un continuo e inexorable fenómeno, como tradicionalmente se ha querido explicar la crisis del siglo XVII. Más que una recesión global, hubo coyunturas causadas por múltiples factores en diferentes regiones, que en ciertos períodos de tiempo coincidieron, pero que responden a dinámicas independientes. En este nuevo marco de heterogeneidad, aceptando que hubo crisis, hay que decir que en el Mediterráneo empezó antes y comenzó a remitir antes, mientras que en zonas del norte de Europa fue más tardía y en algunos casos se extendió hasta los años del siglo XVIII. También la incidencia de estas crisis afectó de forma distinta en diferentes ámbitos económicos. El más perjudicado fue el de la agricultura, mientras que la industria y el comercio pudieron capear el temporal de forma más satisfactoria. Es muy importante reseñar que, así mismo, las intensidades de las crisis difirieron sustancialmente de unas zonas de Europa a otras. En la Europa del este y el Mediterráneo fueron muy duras, mientras que en Francia, la Europa central y Escandinavia se trató más bien de un estancamiento o un leve retroceso. Inglaterra y Holanda fueron un caso a parte, donde las dificultades esporádicas no impidieron que se produjera un lento crecimiento, que además los holandeses supieron sostener con la reorientación de su economía, cambiando el comercio de los cereales por el de materias primas. Estas diferencias en los efectos de una crisis pretendida como general, permitieron la realización de transformaciones que se manifestarían con vigor en el siglo XVIII, produciéndose definitivamente un desplazamiento del eje de poder político y económico europeo del Mediterráneo al Norte. Jan de Vries defiende, por ejemplo, que la sucesión de estas crisis fue un factor fundamental en la centralización industrial de algunos países con unas características apropiadas para dar este salto cualitativo. Así mismo, se inició un proceso de intensa urbanización en el noroeste Europeo, al tiempo que se produjo una especialización económica de las diferentes regiones de Europa, siendo ese noroeste el elemento más poderoso del nuevo espacio surgido. El Mediterráneo pasó a ser una zona periférica en términos de Wallerstein, lo que no obsta para que también experimentase importantes cambios (véase R. Franch, ibid., pp. 491, 492).
Otro punto de vista para analizar la crisis que ha tenido gran trascendencia es el abierto por E. J. Hobsbawm, con un artículo que publicó en la revista Past & Present allá por 1954. El autor británico nacido en Alejandría, entendía la crisis del XVII como la última fase del largo período de transición del feudalismo al capitalismo definido por los marxistas británicos. Así, no se trataría de un fenómeno coyuntural sino estructural, provocada por las fuerzas feudales resistentes al cambio, cuyas formas eran contrarias al crecimiento del mercado. Por ello, creía ver que la mayor incidencia de la crisis tuvo lugar en la actividad mercantil. Con este horizonte teleológico, con una idea de progreso obstaculizado hacia el capitalismo, Hobsbawm creía que la crisis se produjo por el caos venido de la desnaturalización de un sistema feudal que se enfrentó a contradicciones de base ante un mundo en pleno cambio. Como resultado de ello se habría producido una reducción considerable del mercado interior de la Europa occidental y de las relaciones con la oriental y con el mundo ultramarino. Al mismo tiempo, la crisis habría tenido un efecto renovador de la economía al terminar con las trabas que impedían la imposición del capitalismo, provocando la concentración de capitales en las sociedades económicamente más avanzadas (Inglaterra, Holanda y Francia). Que Inglaterra fuera la que finalmente experimentara antes que el resto de Europa la Revolución Industrial, Hobsbawm lo explica por el drástico cambio que la revolución de Oliver Cromwell provocó en la sociedad e instituciones británicas, asociando el desarrollo del capitalismo con el del parlamentarismo. (véase E. J. Hobsbawm, Crisis en Europa, 1560-1660, Alianza Editorial, 1983, Madrid, pp. 15-71).
Las tesis de Hobsbawm serían discutidas inmediatamente por otro representante del marxismo británico, H. R. Trevor-Roper, especialmente en referencia a la guerra civil británica. Este autor consideraba que la revolución de Cromwell debía insertarse en el conjunto de revueltas sucedidas en Europa en la década de 1640, siendo todas ellas manifestación evidente de una crisis general a nivel continental durante el siglo XVII. Trevor-Roper, que no creía en el papel de la burguesía opuesta a los Estuardo como promotora del capitalismo, creía necesario hablar de una crisis general que, yendo más lejos, tendría su origen no en el aspecto económico sino en el socio político. Para él, la quiebra del modelo de producción feudal fue un aspecto independiente de la guerra, que vendría primordialmente causada por la deriva absolutista de la monarquía. Un contexto de regresión económica, sería el clima perfecto para que cobrara fuerza efectiva el descontento de un país que veía con malos ojos el excesivo gasto que suponía el aparato estatal, a lo que se añadía la elevada presión fiscal y el centralismo político impropio de la historia de Gran Bretaña. La causa de la crisis sería el excesivo lujo de las cortes absolutistas y su abuso de poder frente a una población con importantes dificultades económicas. Era una explicación sociológica de la crisis (véase H. R. Trevor-Roper, Crisis en Europa, 1560-1660, Alianza Editorial, 1983, Madrid, pp. 72-109). Trevor-Roper abrió el camino a nuevos campos de interpretación, pero las tesis de I. Wallerstein volvieron a poner el acento en los condicionantes económicos de las dificultades de éste azaroso siglo. El autor norteamericano consideraba que los ocurrido en el XVII se trató de una contracción del “sistema mundo” surgido en la Baja Edad Media, ante la cual, la respuesta fue la más útil pues se avanzó hacia la consolidación del sistema capitalista. Con ello vino el reforzamiento de las estructuras del Estado especialmente en al área central del sistema mundo, permitiendo la concentración del poder económico y la acumulación de capital necesaria para la Revolución Industrial. En oposición, R. Brenner considera que la crisis del siglo XVII fue de carácter esencialmente agrario, con unas relaciones de producción y extracción del excedente que impedían cualquier mejora de la productividad. Critica también las tesis de la expansión del mercado de Hobsbawm, creyendo que el verdadero protagonista de las diferentes manifestaciones de la crisis era la estructura de lo que el llamaba clase agraria y las relaciones de poder que de ella se derivaban. En resumen, nos encontramos con que la crisis del siglo XVII no es una teoría que pueda defenderse en términos absolutos, y aunque económicamente existan datos que nos permitan diseñar ciertos esquemas lógicos, un fenómeno tan amplio, irregular controvertido exige un estudio a fondo de los condicionantes de un proceso histórico que, como todos los demás, está lleno de interpretaciones. Con todo esto e intentado reflejar que, el siglo XVII, no debe ser tachado con etiquetas simplistas, sino que ha de ser afrontado con la misma variedad de ideas y amplitud de miras que el siglo XVI por ejemplo. La idea de la crisis no debe ser necesariamente la que domine el acercamiento a éste período, sino simplemente un elemento a tener en cuenta.
3. Ejemplo de la convulsión política: primera fase de la Guerra de los Treinta AñosComo colofón a este acercamiento hacia un siglo muy complicado, me ha parecido edificante incluir unas líneas sobre uno de los hechos centrales, y especialmente atractivos desde el punto de vista histórico, de este siglo de luces y sombras que es el seiscientos. Por razones de tiempo y espacio, no he podido abarcar el conflicto entero, pero espero que esta vaga explicación pueda ilustrar las numerosas caras que tuvo la Guerra de Los Treinta Años, siendo de alguna manera paradigma de todo un siglo que sigue suscitando arduas discusiones. Además me sirve de excusa para abordar, aunque de soslayo, la situación política, al menos de la primera mitad del siglo. Un conflicto ocurrido a escala global, el escenario principal de la Guerra de los Treinta Años abarcó desde los Alpes hasta el Báltico y, como una tragedia con sus cuatro actos (Domínguez Ortiz, cuad. Historia 16, nº 83), careció de una continuidad temporal merced de los múltiples conflictos que en ella se aunaron y de las diversas estrategias de sus variados actores entre 1618 y 1648. Sin embargo, sí existe un hilo conductor basado en las relaciones diplomáticas entre los diferentes contendientes y entre la gran división global entre católicos y protestantes que, si bien no fue respetada en múltiples ocasiones, si que marcó la lógica de numerosas acciones, principalmente las protagonizadas por el bando de los Habsburgo. Iniciada en el marco del auge de la Contrarreforma y la reacción de los reformistas, debemos buscar su origen más directo en el conflicto que se produjo en Bohemia bajo la égida religiosa que había aunado las causas particulares en los territorios del Sacro Imperio —que como decía Voltaire, no tenía nada de sacro ni de imperio— y los reinos colindantes fuertemente afectados por las ambiciones imperiales y habsbúrgicas, influidas también por la latente amenaza del turco. Como un reguero de pólvora, el conflicto se extendió a otros estados hasta implicar a la mayoría de Europa en un complejo galimatías de connotaciones religiosas, políticas, económicas y hasta filosóficas profundamente imbricadas en la crisis que atravesaba el continente en el siglo XVII, y de la que esta primera gran guerra europea fue causa y consecuencia al mismo tiempo. Para comenzar a trazar una línea de acontecimientos, de los variados conflictos que terminaron integrando uno general, es necesario referir la interminable guerra que sostenía la monarquía hispánica con las Provincias Unidas neerlandesas, la que después estalló, como venía ocurriendo desde el siglo XVI, entre España y Francia; y al otro extremo de Europa, la que se venía librando desde años anteriores entre Suecia y Polonia por el ánimo de dominar el Báltico de la primera. Todas las potencias citadas, en honor de sus propios intereses, potenciarían y manipularían con su completa ingerencia los graves problemas que sufrían los estados alemanes respecto de la crisis religiosa permanente desde hace más de un siglo, como de las complicadas, antagónicas y desfasadas instituciones y leyes que habían mantenido en pie desde la Edad Media al peligroso polvorín que era el Imperio.
Analizando de manera peregrina pero útil las principales motivaciones del conflicto, hay que afirmar que, sin duda, la religión fue el gran matiz que tiñó la guerra, especialmente en sus primeras fases. Desde que se formulara en 1555 la Paz de Augsburgo, como parte del testamento del emperador Carlos V y decretada por su hermano, rey de romanos y luego emperador, Fernando I, se había reconocido en el Imperio la igualdad de libertades del luteranismo respecto del culto católico, aunque dejando su aplicación al criterio de los príncipes, marqueses, duques y arzobispos, cuyos súbditos debían someterse a la voluntad del soberano, único con la potestad de oficializar y permitir uno u otro credo en su territorio. Ello dejaba a los disidentes en la complicada coyuntura de renegar del culto público de sus creencias, o en todo caso emigrar. Augsburgo no trajo la conciliación, y tanto luteranos como católicos mantuvieron las armas en ristre. Pero hubo otro elemento menospreciado que se presentó decisivo en territorios como los Países Bajos, la católica Francia y Alemania: el calvinismo, una minoría reformista muy activa. Con su proselitismo y su presencia mayoritaria en ciudades imperiales tan importantes como Bremen, o en la región del Palatinado, extendiéndose también por Bohemia y Hungría, fue un factor de inestabilidad especialmente molesto debido a su marginación de la Paz de Augsburgo con su consecuente respuesta de descontento, y sobre el que no existía una política concreta ni ningún acuerdo. Era sin embargo el luteranismo el principal movimiento protestante, pero, a pesar de su fuerza, con las prebendas obtenidas, los luteranos se mostraron en principio conformes sin optar por la agresividad diplomática en los estados donde había sido reconocido credo oficial. Ello no quiere decir que se hubiese llegado a establecer una convivencia, pues fue la Iglesia Católica la que, reaccionando con un dinamismo inesperado por unos protestantes que habían vaticinado su ocaso, tomó la iniciativa del conflicto religioso, reavivado con la celebración del concilio ecuménico de Trento (1545-1563). En él predominaron las tesis intransigentes de los clérigos españoles e italianos, creándose la Compañía de Jesús como perfecto instrumento de la ofensiva católica desarrollada desde todos los ámbitos sociales e intelectuales, “desde el tratado magistral hasta la cartilla para los niños” (Domínguez Ortiz, cuad. Historia 16, nº 83).
Respetando a la fuerza el estatus creado por la Paz de Augsburgo, las acciones contrarreformistas de los jesuitas se centraron en los estados católicos del sur de Alemania, en los territorios patrimoniales de los Habsburgo, así como en Bohemia y Hungría —en poder de la dinastía de los Austrias desde que Fernando I fuera elegido su rey en 1526—. Estos estados, regidos por la fórmula “cuius regio, eius religio”—“quien domina la región, impone la religión”—, estaban sin embargo sometidos a fuerzas que escapaban del control de los Habsburgo, en la práctica dependientes del favor de los nobles locales. Debido a ello se vieron obligados a la tolerancia frente a un gran número de nobles luteranos de los que se temía el rompimiento de sus vínculos de fidelidad y vasallaje. A este temor, se sumaba la impredecible y acuciante amenaza turca que obligaba a mantener la estabilidad a cualquier precio. Si bien como se ha dicho, el sur de Alemania fue un foco primordial de contrarreformismo, regiones imperiales enteras eran de sólida mayoría protestante al comenzar el siglo XVII. Tal era el caso de Bohemia, donde la herejía había prosperado a la sombra de la tibieza de los escépticos y contemporizadores emperadores del siglo XVI, poco adecuados para una época ciertamente oscura en la que las revueltas y los hechos grotescos como la caza de brujas proliferaban por doquier en Europa. Sirva de ejemplo el emperador Rodolfo II —que a estas alturas solo controlaba directamente las regiones de Bohemia, Silesia y Lausacia, quedando Hungría y los territorios patrimoniales en poder de su Hermano Matías—. El nieto de Fernando I, tras años de querellas con los levantiscos protestantes bohemios y acuciado por su hermano, les concedió en 1609 una “Carta de Majestad” con la voluntad de llegar a un acuerdo a cambio de ciertas libertades. A pesar de esta puntual concesión, Bohemia siguió siendo un avispero en los años posteriores, formando junto con Hungría la gran entente de la discordia para los Habsburgo. En 1617, Fernando de Estiria, pertinaz católico educado por los jesuitas, se sentaba en el trono de Bohemia y del Imperio como sucesor de Matías. Su política sería el detonante de la guerra.
La situación religiosa era terriblemente compleja e inestable a lo largo y ancho de la Europa central, pero esta no era la única causa de los problemas. Plantearse la verdadera profundidad que las creencias religiosas pudieron tener en la liberación de la violencia es uno de los más amplios y duraderos debates que se ha prolongado desde la misma época de los conflictos hasta la actualidad. Lo cierto es que, si bien puede parecer tirar por el camino de en medio, el evidente trasfondo político, social e incluso de defensa de unos valores íntimamente ligados a la conciencia de clase y a la defensa del patrimonio por las elites dinásticas de la nobleza, difícilmente puede disociarse en este tramo de la Edad Moderna de las diatribas confesionales. Por ello nos encontramos muchas veces con que las razones de Estado que pudieron motivar a la lucha en una determinada región siempre se justificaban por la vía religiosa, e incluso los movimientos clericales hacían suyas las reclamaciones de toda índole de los súbditos; Sin embargo hay que mirar más allá de la tradicional división entre estados católicos y protestantes, especialmente en el caso de Alemania, para darnos cuenta de que bajo el manto del luteranismo se encontraban profundos conflictos constitucionalistas de unos estados deseosos de una urgente reforma que terminase con ese extraño ente legado de la Edad Media que era el Sacro Imperio, el cual a través de unas poco definidas instituciones comunes, ligaba a la amalgama de estados laicos y eclesiásticos a la figura de un emperador que aunque poderoso, sus competencias se encontraban ampliamente limitadas. Además, representado durante decenios por los miembros de la Casa de Habsburgo, el augusto era visto más como un extranjero entrometido que como un verdadero soberano.
Este Sacro Imperio que había perdido su sentido de universalidad católica gracias a la Reforma, fue también el proyecto fracasado de la dinastía habsbúrgica, pues ni Carlos V consiguió que se convirtiera en su patrimonio familiar al no ostentar el título de emperador Felipe II, ni la escisión austriaca de la familia, que resultó con el ascenso al trono imperial del alcalaíno Fernando I, logró tener nunca el poder necesario para crear un estado fuerte que sirviera a sus intereses. De hecho, la rama austriaca fue mucho más débil que la española, dependiendo para la contratación de sus tropas de la plata americana que sus parientes les proporcionaban como préstamo. Como antes se ha señalado, la debilidad manifiesta frente a los nobles tanto católicos como protestantes, con sus agobiantes intereses personales, mantenía maniatados a los soberanos austriacos teniendo que ceder en sus más ambiciosos propósitos, así como no podían gozar de un buena renta económica a causa de los numerosos conflictos y de la dificultad que ello producía para la recaudación de impuestos. Hungría llena de protestantes de toda clase y color y con los turcos a la espalda, y Bohemia, donde a la división religiosa se sumaba el odio étnico entre alemanes y eslavos, así como el celo que su nobleza tenía de sus viejas libertades con un Parlamento con atribuciones para conceder o negar tributos (Domínguez Ortiz, cuad. Historia 16, nº 83), fueron el talón de Aquiles de los Habsburgo austriacos, y no es de extrañar que la guerra que trajo de cabeza a toda una generación fuera espoleada precisamente aquí.
Así, Fernando de Estiria, claramente posicionado en la postura agresiva frente al protestantismo que gozaba del apoyo de España, sufrió la rebelión bohemia de 1618, iniciada el 23 de Mayo cuando los dos gobernadores imperiales, Martinitz y Slawata, fueron defenestrados por el foso del Hradschin en Praga de la mano de los procuradores de los estados protestantes de Bohemia. El contundente aviso de rebelión fue confirmado cuando los estamentos del reino nombraron soberano al elector del Palatinado, Federico V, de confesión calvinista. De esta manera, lo que aparentemente era una rebelión local, adquirió de súbito el carácter de interestatal y multinacional, pues las aspiraciones del elector palatino chocaban frontalmente con la política exterior española, no pudiendo consentir la monarquía hispánica una evolución política semejante al considerarse tutora de los Habsburgo austriacos, al alzarse como defensora de los intereses del catolicismo, así como por no ver amenazada la seguridad del “camino español” entre Flandes y el ducado de Milán, fundamental para sostener la situación de los Países Bajos.
El conflicto que soliviantó las rivalidades y dio acogida a los numerosos pretextos que justificaron las acciones y los intereses, tiene también un plano más oculto aunque no por ello menos importante. Lo cierto es que el inicio de la Guerra de los Treinta Años, fijado en la rebelión de Bohemia, coincide con una fase recesiva muy pronunciada de la economía europea. La crisis general del siglo XVII, con altos precios en el mercado, en parte por el riesgo que los turcos significaban para el comercio con Oriente, más que uniforme fue escalonada (Domínguez Ortiz, cuad. Historia 16, nº 83), con importantes picos de descenso de los beneficios en los años 1580, 1600, 1620 y 1640. Llama la atención que precisamente en 1620, en pleno transcurso de la guerra de Bohemia y el Palatinado, cuando todas las potencias y los estados alemanes empezaron a posicionarse de cara a la guerra, es el momento en que los efectos de esta crisis económica empiezan a manifestarse de manera más general en la práctica totalidad de las zonas desfavorecidas de todo el continente. Siempre se suele hablar de las consecuencias económicas que tuvo la guerra, pero quizá sea de igual o mayor importancia hablar de las causas económicas relacionadas con su inicio. Centrándonos en los hechos, no se nos deben escapar los avatares del reino bohemio. Con una población fundamentalmente campesina, dirigida y ahora enfrentada contra la aristocracia terrateniente, convivía una baja nobleza cuya escasa capacidad económica la situaba en dependencia de esa elite latifundista antes mencionada o del propio soberano, el príncipe territorial, un Habsburgo. El papel que jugaba la burguesía no era muy gratificante, y lo cierto es que debido a lo complejo de la organización política de Bohemia como centro de los intereses de numerosos terceros, carecía de una verdadera identidad nacional, siendo un conglomerado de germanos, eslavos y judíos preocupados por sus intereses particulares, y que no tenían capacidad de convertir la rebelión político-religiosa en una verdadera revolución social. No es de extrañar por lo tanto que, la destrucción de la aristocracia protestante del reino como consecuencia de los enfrentamientos, dejara indiferentes a la densa capa humilde de la población.
Resulta importante fijarse en las características socioeconómicas de los sucesos, pues son en muchos casos el factor determinante que explica los resultados y las acciones aparentemente imbuidas de un carácter político y religioso. De hecho, en la que convencionalmente se considera segunda fase de la Guerra de los Treinta Años, cuando la guerra de los Países Bajos provoca consecuencias en la guerra de Alemania al intentar la monarquía hispánica la asfixia económica de las provincias neerlandesas con la conquista de un puerto en el Báltico, que provocó la reacción de Dinamarca y Suecia, la economía se convierte en el factor primordial de todo el desarrollo de las estrategias. Todos estos planos abordados sobre el conflicto son una muestra de lo enrevesado y complejo de sus causas, que más allá del fanatismo religioso, obedecen a un sinfín de aspectos enraizados en las propias características de la sociedad y sus habitantes, así como tienen sus motivaciones más profundas en siglos anteriores de Historia. Cuando Federico V del Palatinado entró en la ciudad de Praga para ser coronado rey de Bohemia por los rebeldes, los principales estados de la Europa católica ya habían urdido un complejo entramado político que lo tenía cercado. La alianza entre el rey de España Felipe III, el emperador Fernando II, el duque de Baviera Maximiliano y los archiduques de los Países Bajos, Alberto e Isabel, contaba además con subsidios pagados desde Roma por la Santa Sede así como de Génova, sin olvidar las tropas que el ducado de Toscana y Polonia aportaban a la alianza. Federico, por lo tanto, se encontró de golpe solo, pues los estados protestantes que le apoyaban se declararon neutrales a la espera de acontecimientos, mientras que Inglaterra, con su contenido rey Jacobo I, era mantenida al margen de los conflictos sin encontrar un marco de alianzas favorecedor.
Los acontecimientos, decididos en gran parte por la estrategia del consejero real español don Baltasar de Zúñiga, siguieron según lo que parecía en favor de los católicos, y así en 1620, la Liga católica con la temible infantería española e imperial actuaba en Bohemia mientras que las tropas a cargo del general Ambrosio Espínola invadían el Palatinado renano dando el paso fundamental para iniciar la Guerra de los Treinta Años. Como resultado obtuvieron la significativa victoria de Montaña Blanca, un duro revés a la hasta el momento ineficaz unión de los protestantes, así como supuso para Federico V del Palatinado su expulsión de Bohemia que volvió a quedar bajo la soberanía del emperador Fernando II. Los conflictos abiertos, en principio, parecían estar bajo el control de la Liga católica, pero había un asunto terriblemente delicado que en el fondo era el esperado por casi toda Europa como el verdadero casus belli que inauguraría la consumación del clima bélico, el final de la Tregua de los Doce Años entre España y las Provincias Unidas neerlandesas (G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, 1997, 82). Ante el desacuerdo respecto de la expansión colonial holandesa que iba viento en popa, y con una España que se sentía pletórica con los recientes éxitos en territorio imperial y se veía en la necesidad de mantener su reputación frente al reto neerlandés (Alcalá-Zamora, El final de la guerra de Flandes (1621-1648), 1998, 19), se reanudó una guerra que sin embargo entraría en su fase final con un gobierno de Madrid sofocado por los innumerables frentes abiertos y la ruina económica, y unas Provincias Unidas que seguían desgastándose en las penurias de un conflicto casi centenario. Tal derroche de esfuerzos y dinero no harían sino ofrecer una oportunidad de oro a las otras potencias emergentes de Europa.
Así las cosas, la situación comenzó a cambiar de signo y Federico armó dos nuevos ejércitos en 1622 y 1623 con el apoyo recabado en la revigorizada unión de los protestantes, liderados por Mansfeld y Brunswick. Tras ser destituidos como generales al servicio de un Palatinado en manos de los Habsburgo, los dos lugartenientes fueron contratados por las Provincias Unidas, las cuales se habían convertido en el principal acreedor de Federico V y en el sustento de las acciones protestantes. Los reformistas, bajo el auspicio neerlandés, derrotaron a los españoles en la batalla de Fleurus (26 de agosto de 1622) y consiguieron que Espínola levantara el asedio de Bergen-op-Zoom (4 de octubre), imposibilitando que el general español de origen genovés pudiera llevar a cabo su planificada invasión de Holanda. La siguiente acción que emprendería Federico en 1623, sería la invasión de Bohemia con los ejércitos de Mansfeld y Brunswick junto con tropas holandesas, y una acordada invasión desde el este a cargo del voivoda de Transilvania Bethlen Gabor, junto con un ejército de exiliados palatinos comandados por el conde de Thurn. Pero la campaña fracasó debido a la acción del ejército imperial bajo el mando del conde de Tilly, bloqueando el paso de las tropas de Brunswick en la baja Sajonia. El resultado fue la exterminación de los protestantes en la batalla de Stadtlohn, la más decisiva de todas las victorias católicas (G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, 1997, 89). Tras ella, un arruinado Mansfeld tuvo que disolver su ejército y el voivoda transilvano se avino a firmar la paz con el emperador al verse sin aliados.
Con un Federico V sin medios y refugiado en Holanda al igual que sus lugartenientes, parecía que el siguiente suceso iba a ser la descomunal invasión habsbúrgica de la república neerlandesa, pero no ocurrió así. Conseguir tantas victorias supuso un elevado coste al emperador Fernando II, que se encontraba gravemente endeudado con la Liga católica de la que el potentado Maximiliano de Baviera se había erigido su líder —sus tropas conformaban aproximadamente el 23% de las del ejército imperial—, resultando de sus deudas un monto demasiado alto para ser pagado con los subsidios españoles y del Papa. Ante tal desbarajuste, el pago que Maximiliano exigía como compensación era cuanto menos controvertido: el título de elector del proscrito Federico del Palatinado. De golpe, se presentaba un nuevo e inesperado problema que afectaba a las propias bases del Imperio; la Bula de Oro de 1356, ley fundamental e inmutable del Imperio, obligaba a mantener el título de elector palatino en la Casa del Palatinado. A pesar del revuelo que originó la demanda en todo el Imperio, y de la contrariedad con la que España se había mostrado ante el delicado traspaso, la muerte del consejero real, don Baltasar de Zúñiga, posiblemente el hombre más sabio sobre los asuntos alemanes que jamás tuvo España, dejó a la corte de Felipe IV sin demasiado criterio, y el emperador se vio con la autoridad de prescindir de la oposición española y convocar en Regensburg una asamblea de príncipes (enero de 1623) para sancionar la concesión de Maximiliano (G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, 1997, 88). La decisión de Fernando II, si bien fue forzada por las circunstancias, no dejó de ser un grave error. En Alemania se inició una guerra de opúsculos contra Maximiliano y el propio emperador (Domínguez Ortiz, cuad. Historia 16, nº 83); y en el extranjero la violación de un principio fundamental fue la gran excusa que, aprovechando el gran descontento de los protestantes alemanes, propició que el denostado Federico V obtuviera al fin un sólido cuerpo de apoyo de los estados alemanes y las potencias protestantes opuestas a la hegemonía de los Habsburgo.
Encomendándose Federico inicialmente al prudente rey inglés Jacobo I, este se mostró sin embargo, en un principio, reticente a mediar en el asunto del Palatinado; pero tras la escaramuza político-amorosa que realizó en secreto el príncipe de Gales junto con el duque de Buckingham —por entonces marqués— en Madrid, harto de que se prorrogase su boda con la infanta doña María y exigiendo una solución española a la guerra del Palatinado, el gobierno del conde-duque de Olivares se mostró intransigente exigiendo la conversión al catolicismo del heredero al trono inglés Carlos, así como del heredero de Federico del Palatinado. De esta manera Jacobo I perdió las esperanzas de su política española, rompiendo las negociaciones con Madrid, e inició conversaciones con Francia con el fin de realizar una expedición conjunta para liberar el Palatinado, hasta tal punto que el príncipe Carlos se casaría con la hermana del rey francés Luis XIII, Enriqueta María, en 1624. A Federico no le bastó con el movimiento inglés e inició por su parte conversaciones con el gobierno sueco, en tregua con Polonia hasta 1624 tras la espectacular toma de Riga ejecutada por el rey Gustavo Adolfo. Deseoso de más apoyos que reforzaran su esperanza en el monarca sueco, Federico estableció conversaciones con las Provincias Unidas y Francia. Los neerlandeses, acuciados en el verano de 1624 por el asedio de Breda iniciado por Espínola, no pudieron comprometerse con la causa palatina, así que el reino galo se convirtió en el gran objetivo diplomático del desposeído conde elector.
Francia, durante el gobierno del anti-Habsburgo marqués de La Vieuville, en el mismo año de 1624 entabló negociaciones y ofreció subsidios a los príncipes protestantes de Alemania, al tiempo que en junio se restituía la alianza franco-holandesa establecida por el tratado de Copiègne; también se volvía a formar la Liga de los Leones con los ducados de Venecia y Saboya. Pero la oposición de los católicos radicales de la corte de Luis XIII a las alianzas con los protestantes, así como el descrédito que ello suponía diplomáticamente para un monarca católico, provocaron la atribulación francesa inicial en el asunto del Palatinado. El cardenal Richelieu, sucesor del depuesto La Vieuville, optó por una política anti-habsbúrgica pero no en el Imperio, sino en Italia, reavivando el conflicto de la Valtelina con éxito y enviando un ejército en 1625 para unirse al asedio de Génova dirigido por el duque de Saboya. Ante la desconfianza suscitada por Francia, Federico acudió en la búsqueda de otro aliado más, el rico y ambicioso Cristian IV de Dinamarca. El rey danés, con una magra fortuna como resultado de la indemnización pagada por Suecia tras la guerra de 1611-1613 —así como lo heredado de su madre, la reina viuda Sofía—, en un principio limitó su política a reclamar sus derechos en la baja Sajonia como duque de Holstein y ampliar allí sus posesiones, contrapesando el crecimiento sueco en el Báltico. Al mismo tiempo, contribuyó con el pago de subsidios a la causa protestante alemana. Pero pronto, con el final de la alianza sueco-holandesa, la entrada de Gustavo Adolfo en la alianza urdida por Federico del Palatinado, así como el interesado apoyo a la causa danesa en Alemania que las Provincias Unidas realizaron en el marco de su reanudada guerra con España (G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, 1997, 95), propiciaron que Cristian IV rompiera hostilidades con el emperador en la primavera de 1625.
La acción del monarca danés se centraría en el círculo de la baja Sajonia, siendo elegido Kreisoberst de la región en 1625, lo que le obligaba más aún a su actuación. Cerca de allí, en las regiones de Westfalia y Hesse, se encontraba el ejército imperial comandado por el conde de Tilly. Cristian, dirigiéndose a Hameln hacia el sur, se sentía seguro de poder vencer con una fuerza de 20.000 hombres a su cargo, pero no sabía que, a petición de la Liga católica, un nuevo ejército de 25.000 hombres dirigidos por el gobernador militar de Praga, Alberto de Wallenstein, se había unido a las fuerzas de Tilly en la primavera del mismo año. Ambos lugartenientes imperiales se desplazaron al norte, posicionándose en Magdeburgo y Halberstadt. Estratégicamente sorprendido, Cristian, pisoteando sus ilusiones, se vio obligado a la retirada. Para colmo de frustraciones, sus aliados le dejaron en la cuneta, en parte por el cambio de planes de Richelieu, que deshizo la alianza anglo-francesa, quedándose la expedición que iba a dirigir Mansfeld en dique seco, concretamente sin salir de Holanda. Además el cardenal francés, a causa de una nueva rebelión de los hugonotes, se retiró de Italia, devolviendo la Valtelina a los españoles y abandonando al duque de Saboya en su intento de conquistar Génova tras la exitosa intervención del duque de Feria, gobernador español del Milanesado. Como resultado de ello, Francia abandonó la unión anti-habsbúrgica y firmó en 1627 una inquietante alianza con España para declarar la guerra a los ingleses (G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, 1997, 99). El nuevo rey de Inglaterra, Carlos I, respondió con el apoyo al líder hugonote Soubisse, provocando la rebelión de La Rochelle con un ejército al mando del duque de Buckingham. El brete duró un año hasta la rendición de la ciudad puerto, sin que Francia pudiera intervenir en otros asuntos. Pero también, los ingleses fracasarían en su intento de tomar Cádiz y de capturar los galeones españoles cargados de oro, volviendo a casa, cabizbajos y deshonrados, en noviembre de 1625.
El efecto dominó se propagó en la unión anti-habsbúrgica y Gustavo Adolfo la abandonó en el mismo 1625, reabriendo la guerra con Polonia con las invasiones de Livonia y la Prusia polaca. Por lógica, el estado protestante de Brandenburgo que también se había adherido a la unión, se volvió a declarar neutral (G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, 1997, 99). Así se llegó el 9 de diciembre de 1625 a la convención de La Haya, donde lo que quedaba de la alianza —Inglaterra, Dinamarca y las Provincias Unidas—, se comprometió a continuar la guerra contra los intereses habsbúrgicos. La campaña que emprendieron en 1626 pretendía penetrar en los propios territorios de los Austrias siguiendo el Elba, para reunirse allí con Bethlen Gabor. La iniciativa protestante empezó con mal pie sufriendo la primera derrota a manos imperiales en abril de 1626, en el puente de Dessau. En junio, Mansfeld volvió a la carga, coincidiendo con una oportuna revuelta de campesinos en la alta Austria y atrayendo tras de sí a las tropas de Wallenstein. Cristian IV, al enterarse de los disturbios austriacos confió en que solo Tilly sería movilizado mientras que Wallenstein y las tropas de Baviera se encargarían de sofocar la rebelión. Se equivocaba por completo. El rey danés, pretendiendo formar la tenaza con las tropas de Mansfeld y Bethlen Gabor, se dirigió hacia el sur rumbo a tierras austriacas, encontrándose con la desagradable sorpresa de tener que hacer frente a las considerables tropas que estratégicamente Wallenstein había situado en la baja Sajonia, para luego encontrarse con el grueso del ejército al mando de Tilly en la batalla de Lutter-am-Barenberg. Entre barro y sangre, los daneses fueron derrotados en el lluvioso agosto de 1626, huyendo de manera caótica de Lutter y rompiéndose la unidad del círculo de la baja Sajonia que abría las puertas de Dinamarca a los imperiales. Mientras, Mansfeld era perseguido por Wallenstein en Silesia, y aunque consiguió reunirse con el voivoda transilvano y los contingentes turcos que el sultán otomano le había concedido, ni ellos tenían armas suficientes, ni las agotadas tropas de Wallenstein deseaban el combate, con que la campaña se disolvió sin batalla. Bethlen Gabor, sin apoyo occidental a causa de Lutter y sin respaldo turco tras la derrota masiva del sultán allá por Bagdad, se rindió a los Habsburgo y firmó con el emperador la paz de Bratislava a comienzos de 1627.
Las tropas de Wallenstein continuaron hacia el norte invadiendo Jutlandia, después de que se le concediera el ducado de Mecklenburg arrebatado a sus duques por haber apoyado a Cristian. El emperador fue tajante con los daneses, exigiendo que toda la península de Jutlandia fuera cedida a la soberanía imperial, además de obligarles a pagar desorbitadas indemnizaciones y renunciar a sus posesiones en el Imperio para siempre. Dinamarca se negó, e incluso firmó una alianza defensiva con Suecia. Por entonces, un ambicioso Wallenstein y los españoles que se seguían desangrando económica y literalmente en la guerra de Flandes, emprendieron una peculiar campaña con el fin de establecer un puerto en el Báltico para crear allí una flota imperial por parte de Wallenstein, y para sabotear el comercio holandés con los países escandinavos por parte de España (Domínguez Ortiz, cuad. Historia 16, nº 83). La sorpresiva táctica hizo aguas al no recibir el apoyo ni de Polonia ni de los puertos hanseáticos, yéndose a pique la campaña tras el fracaso en 1628 de la conquista del puerto de Stralsund, defendido eficazmente por una flota danesa. Ello y el elevadísimo coste que ya se cobraba la guerra en uno y otro bando, provocó que el emperador redujera la dureza de las condiciones y se llegara a conversaciones de paz más viables con Dinamarca en la ciudad de Lübeck, mayo de 1629. Cristian recuperó todos sus territorios y logró el derecho a cobrar peajes en el Elba, plegándose a cambio a la promesa de no volver a interferir jamás en los asuntos del Imperio, eso sí, a título personal, no institucional (G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, 1997, 103). Era el fin de la etapa conocida por la historiografía como intermedio danés, dejando a una Dinamarca mucho más pobre que iniciaría un prolongado declive, así como su rey Cristian había perdido crédito tanto en Europa como en su país, viendo como Suecia se conformaba como la potencia hegemónica del Báltico y Gustavo Adolfo en el adalid de la causa protestante. Los aliados de Dinamarca tampoco terminaron mucho mejor, rindiéndose las tropas inglesas en 1628 y retirando Carlos I de la guerra a un país dañado moralmente; Mansfeld y Bethlen Gabor fueron obligados a retirarse igualmente y morirían los dos en 1629. En cuanto a la causa protestante, a pesar de los gastos y las derrotas siguió viva, pues iba mucho más allá de las reclamaciones de un conde elector. Sus bases estaban enraizadas en los problemas y los deseos de reformas de muchos alemanes y gentes de otros estados; además no debemos olvidar que esta guerra también fue la oposición a los Habsburgo, que más allá de la defensa del catolicismo, fueron también instigadores fundamentales de un conflicto en el que se dirimía su ambiciosa hegemonía continental.