domingo, 10 de febrero de 2008

2007-08: UNA ODISEA CUATRIMESTRAL


"Todo lo que somos, sí, tiene ese revés de sueño, ese cimiento o esa escombrera turbia, y alguien se preguntaba, irónico, por los sueños de Kant, de Descartes, de Hegel. ¿Qué clase de sueños no tendrían esos monstruos de la razón? Toda la represión mental de sus sistemas había de tener, sin duda, un revés caótico, doliente y atribulado. Cómo negar la mitad en sombra de la vida, si ahí están los sueños" Éstas disquisiciones entre profundas y crepusculares, se hacía el bueno de Paco Umbral (d. e. p.) al principio de Mortal y rosa, entre la duermevela y la acritud mañanera de un sabio cascarrabias al levantarse. Sin duda, todo un resumen de una actitud ante la vida del luchador impenitente, del escritor solitario en su cueva de Platón, que intenta tocar las sombras de algo que puede ser pero que no se muestra como es. Así es la vida, y así se siente un investigador a la hora de sumergirse sin escafandra en ese océano eterno de lo que está por escribir, siguiendo estelas de miles de barcos con los que sueña que algún día le llevarán a un puerto conocido. Como un Ulises perdido en Dublín o como un Quijote desperdigado por el universo manchego que es el mundo, me siento yo estudiando historia.

Recientemente, tuve la ocasión de volver a ver la enigmática obra del genial Stanley Kubrick, 2001: Una odisea en el espacio. Recuerdo ahora la primera escena, cuando unos simios con mala leche expulsan de su plácido edén, una charca, a un grupo de atribulados congéneres que se vieron obligados a pasar las de Caín. Cae la noche, y un monolito negro hace aparición desconcertando al personal. Los lánguidos antropoides, con un atontamiento vespertino similar al de Umbral, olvidan su añorada charca ante la "cosa rara" que no estaba el día anterior. Uno de ellos, menos rezongón que el resto del grupo, se deja llevar por su instinto y toca la piedra, le siguen los demás. ¿Qué raro, qué dura es, qué será esto, por qué no se mueve, qué quiere decir, de dónde habrá venido? Cuánta curiosidad. El espabilado monito, iluminado por la oscuridad de la piedra, encuentra el hueso de un bicho muerto que parecía anunciar lo propio para los padres de la humanidad. Pero ya nada es lo mismo. Con la misma extrañeza y curiosidad con que había tocado el monolito, coge la tibia, la observa y... ¡Eureka!, no es un objeto inerte, no es una imagen de lo que les espera, es una herramienta para golpear, "la charca es nuestra" pudo pensar. Como un mono sutil voy caminando por la vida, tropezando con huesos y encontrando monolitos dignos de admiración, piedras indescifrables que se yerguen hacia el cielo invitándome a mirar, y obligándome a pensar de dónde viene lo desconocido.


Desconozco muchas cosas. Como los aedos de la antigua Grecia, voy creando un poema en mi mente, donde las fórmulas recurrentes de mi pensar van concatenando historias y conceptos, formando un cartapacio lleno de lugares comunes que me ayudan a interpretar el mundo; así creo uno propio a partir de las ruinas que se ven entre las sombras de lo ignoto. Así es como descubrí, absorto y desnudo de convicción alguna, esta asignatura tan amplia y esquiva que es la Historia Económica de la Edad Moderna. Mis herramientas, más endebles y rudimentarias que un simple hueso, no eran más que cuatro palabras técnicas de economía, algunas horas de clase que me despertaron un poco el ingenio y las lecturas de las horas muertas (casi todas), que hicieron de mí un simio más o menos civilizado. Sin más garantías que la desesperación del investigador anunciada por el maestro, me embarqué en una odisea del conocimiento, con tripulación desconocida, pocos víveres y una brújula desimantada que anunciaba muchos tumbos bibliográficos. Y sin embargo, nunca estuve tan seguro de que quería llegar hasta el final. Fue de esta forma como, junto con mis compañeros, cuyo trabajo inestimable les agradezco ahora (nunca han fallado y su esfuerzo ha sido magnánimo), nos metimos en un tema sobre el que yo, personalmente, no tenía gran idea. Movido por esa curiosidad extraña, que tiene la misma atracción que pueda provocar mirar desde un acantilado, me adentré en los recovecos de un proceso llamado protoindustrialización, un nombre desde luego con poco gancho pero con mucho fondo.


Al principio, fue un sinvivir de búsquedas de libros cuyos títulos, largos hasta la cefalea, comprendían nombres tan dispares a priori como feudalismo, capitalismo, revolución o comercio, cuando no estaban en inglés. Al comenzar, no tenía ni siquiera una somera idea de cómo poder encontrar algo lo suficientemente concreto entre tal festival de páginas repletas de tecnicismos, con la excusa de una palabra, economía, que en mi cabeza era tan incomprensible como la Santísima Trinidad. Pero las clases fueron pasando, la revolución de los blogs resultó una nueva ventana al mundo de la expresión, el conocimiento (y me atrevo a decir que del entretenimiento), y semana a semana, el aula en lugar de ser un aparcamiento de oyentes se convirtió en algo participativo. Usando símiles económicos, nuestro capitalista de conocimiento aplicado, mercader de las notas (jeje), el profesor, nos hacía trabajar duro en una fábrica de ideas en la que se producía conocimiento. A juzgar por todos los trabajos que he podido ver, la productividad ha sido muy alta y, trabajando en serie, la mayor parte de los miembros de la clase creo que hemos proporcionado un volumen de oferta muy considerable, abasteciendo buena parte de la demanda sobre Historia Económica de la Edad Moderna, y es que cada una de nuestras investigaciones podría encajar perfectamente con las otras. Creo que, funcionando como partes especializadas de una misma clase, hemos dado un buen repaso a buena parte de los aspectos fundamentales que estaban en el índice de la asignatura. De hecho, en mi opinión, sería una gran idea que todos copiásemos y guardásemos en nuestro disco duro los trabajos de los demás.


Poco a poco, sudando tinta en ocasiones, aquellos conceptos de los títulos que parecían desligados, empezaron a formar parte de una historia coherente. A través de los apuntes tomados en clase, la bibliografía, los comentarios de los compañeros y las presentaciones, empezó a iluminarse la existencia de un proceso que tuvo lugar entre finales del siglo XV y finales del XVIII, que, lejos de mostrar una realidad estática sometida a fuerzas incólumes como la religión o el privilegio, se mostraba cambiante, revolucionaria y contrarrevolucionaria a veces, otras adelantada a su tiempo, y en todo caso, dinámica y casi contemporánea. La economía, aunque la gente no se hiciera cargo de la palabra hasta hace poco más de dos siglos, ha existido siempre en la historia del hombre, porque no es algo aplicado, es la esencia misma de la supervivencia y el progreso, es una herramienta intelectual que tenemos que aprender a utilizar. Como historiadores en formación, el punto de vista económico de la realidad, tan válido como cualquier otro, nos ha servido para ver las sutilezas de una época tan viva en la actualidad como la pudieron sentir sus contemporáneos. Como si se hubiese abierto un vórtice interdimensional en el espacio-tiempo, en pleno siglo XXI hemos discutido la visión legalista y conservadora de Nicolás de Oresme, dándonos cuenta de lo sutil de sus aseveraciones al entender la moneda como una transubstanciación del rey, algo casi divino en lo que puso su acento Ernst H. Kantorowic; o como la teoría del Precio Justo de Santo Tomás de Aquino estaba fuertemente influida por una visión cristiana e incluso aristotélica de la realidad. Hemos visto el surgir de las prácticas mercantilistas no cómo el nacimiento de una nueva escuela, sino que, empatizando con la mentalidad de aquel tiempo, nos hemos puesto de acuerdo en la existencia de unas prácticas cuyos antecedentes son innumerables y que obedecían a la lógica de la supervivencia, del orden del Estado y la sociedad moderna y de constructos mentales difíciles de ver, que nos han llevado a hilar fino descubriendo lo que es un juego de suma cero.

Hemos hablado también sobre la visión de la Historia Moderna a través de redes. Redes sociales que nacían de las relaciones de clientes, de aristocracia noble y humildes súbditos, de campesinos y comerciantes, de comerciantes y gremios, de reyes y cortesanos y de reyes y banqueros. De igual forma nacieron redes entre países, que para poder entenderlas la visión económica de la historia resulta indispensable. Y para ver la trascendencia de este fenómeno y su carácter universal, no viene mal leerse El Padrino, ambientado en las relaciones clientelares de la mafia en el siglo XX, como nos recomendó nuestro profesor en cierta ocasión. Esas redes sociales y económicas, esa confluencia de intereses tan humanos como eternos, nos pusieron sobre la pista del nacimiento del mundo global, de la periferia, del centro o de los nódulos como prefiere Yun Casalilla, que existieron y existen para dar forma a una compleja red internacional que ha moldeado el mundo y ha condicionado la historia en gran medida. La era de la globalización tiene su principio en la First Global Age que maduró a traves del comercio mediterráneo y europeo y a ráiz del descubrimiento y colonización de América. Se abrió un mundo nuevo cuyas manifestaciones económicas son innumerables, de ello da cuenta uno de los trabajos sobre el comercio con América, pero las manifestaciones intelectuales que afectaron a la economía, también han formado parte integral de nuestro constructivo totum revolutum.


Las ideas ilustradas, el fortalecimiento de la burocracia estatal y la creciente importancia intrínseca de una nación que comenzaba a escapar de disquisiciones confesionales, tomaron cuerpo en un sentido económico con la fisiocracia francesa del marqués de Mirabeau, Quesnay, Dupont y otros que empezaron a valorar la significancia de la riqueza, teniendo en cuenta elementos como la banca y el sentido cíclico de la renta, aunque desde un punto de vista rígido, caracterizado por el intervencionismo, las ideas poblacionistas y el aferramiento a la tierra como salvación del hombre. Sin embargo, desde esa perspectiva de la complejidad humana, de la mente incansable del hombre curioso, que desde el primer hueso hasta la actualidad ha sentido una atracción turbadora por lo diferente, hubo individuos que pensaron de forma distinta a sus coetáneos y sociedades que, muchas veces sin percibirlo sus individuos, actuaban de una manera diferente a lo que los cánones intelectuales y académicos de su tiempo percibían. En mi parte del trabajo de grupo, dedicada a la época anterior a la Revolución Industrial en Inglaterra, me he encontrado precisamente con que todos los procesos en teoría ya estudiados, a veces tediosos y aparentemente poco innovadores, encierran en sus múltiples interpretaciones el fenómeno lento pero inexorable del asentamiento de un capitalismo que nació de forma natural, en medio de todas las ideas intervencionistas y la filosofía entre racionalista y iusnaturalista, que parecían haber descubierto el secreto definitivo del mundo. Ningún proceso es unívoco, nada tiene una sola causa y ninguna disciplina epistemológica, incluidas la historia y la economía pueden plegarse a un modelo que no admita discusión.


Si Inglaterra puede ser un buen ejemplo, pero sufre de muchas controversias con las que me he devanado la cabeza en mi trabajo, en Holanda, que cumplidamente han cubierto los del grupo Países Bajos en una personal búsqueda del völkgeist de la pequeña gran potencia, vemos el caso de un país donde se dieron unas prácticas mercantilistas perfectamente combinadas con un laissez-faire de cara al exterior, que fue posible gracias a la economía europea más capitalista en esencia durante los siglos XVI y XVII, o al menos así me ha parecido a tenor de trabajos y explicaciones en clase. Para no despistarnos, conviene aclarar que cuando hablamos de mercantilismo (aunque ya haya dicho que no se trata de un movimiento o una escuela que defina unas características inequívocas), tenemos en mente la idea de una concepción basada en la protección de la economía interior (frenar las importaciones y potenciar la producción nacional), al tiempo que se trataba de crear monopolios en el comercio exterior, pues el mercado era entendido como un juego de suma cero, y se insistía en la acumulación de los metales preciosos como elemento de riqueza. Sobre el papel, desde que Adam Smith utilizara el término de forma crítica, los alemanes Roscher y posteriormente Hecksher pretendieron convertirlo en un protocolo económico del progreso. La historia, incluso basándonos en los documentos, nos muestra que hubo tantos mercantilismos como estados, y que aunque hubo tendencias proteccionistas comunes, la llamada era del mercantilismo vio la práctica del librecambismo y estuvo asaeteada de fenómenos propios del capitalismo actual. Incluso, en ese área mediterránea con enrevesadas redes señoriales y cortesanas, donde se daba una economía agraria fuertemente rentista y prácticas "mercantilistas" en cuanto al comercio, mis hacendosas compañeras de grupo han demostrado que a pesar de todo, en Castilla hubo prácticas capitalistas e innovadoras que no fueron tan diferentes de las ocurridas en torno al Mar del Norte, al menos en el capítulo de la protoindustria sobre el que hemos trabajado. Y para más inri, ahí están los escritos de los arbitristas, luego los proyectistas, que imploraban por la necesidad de abrir fronteras, crear industria, reducir las exportaciones o las importaciones y viceversa, así como de reformar la agricultura. Todo ello son muestras de un pensamiento económico mucho más sutil que la mayoría de modelos aplicados a la Edad Moderna durante los siglos XIX y XX.


Malynes, Misselden, Mun, Locke, Child, William Petty o Hugo Grocio, son nombres ahora conocidos para nosotros, que nos obligan a reflexionar y replantearnos el concepto de atraso o inmovilismo para la época preindustrial. Todos ellos, desde perspectivas diferentes, fueron la avanzadilla de la ciencia económica, se pararon a mirar el mundo fijándose en detalles de una forma innovadora, y en sus escritos (sin olvidar a los fisiócratas) se encuentra la inspiración de las teorías de Adam Smith, tan admirado por el mundo de la economía, y no faltan razones. No voy a extenderme sobre el pensador escocés porque ya hemos publicado dos entradas al respecto, pero al menos quiero señalar que, montado a caballo sobre los sucesos de su tiempo, tuvo la inteligencia de ponerlos juntos y, desde su visión personal (deudora de muchos otros pensadores) creó una escuela puramente económica cuyas teorías han sido en buena parte las desarrolladas en siglos posteriores de pensamiento económico, y eso que era un hombre del Antiguo Régimen. En cuanto a la importancia de la tierra y sus reformas, uno de los puntos en que Adam Smith se diferenció de los fisiócratas por considerar que la riqueza podía generarse por los medios de producción y no necesariamente del producto agrícola, su influencia en la industrialización ya prácticamente de la Edad Contemporánea debe ser matizada, igual que las reformas que sufrió a lo largo de los siglos XVII y XVIII en varias regiones europeas.

Si los enclosures británicos fueron vistos por los marxistas como el vector de la capitalización económica y el desencadenante de la sociedad de clases en Inglaterra, verdad en parte, no es menos cierto que el comercio ya se estaba desligando de los gremios, y que antes de que Jethro Tull y Charles Townshend explicaran sus métodos, la industria doméstica, los campesinos asalariados y los yeoman leaseholders y freeholders ya actuaban en búsqueda del beneficio y la gentry comenzaba a dominar la situación económica. No obstante, la capacidad de la yeomanry para dedicarse a actividades no sólo agrícolas y su independencia económica de los señores, vino en gran parte causada por nuevos métodos de cultivo que se beneficiaban del abono del ganado (up and down husbandry) y del cercamiento de las grandes propiedades u open-fields. La privatización de la propiedad campesina y los nuevos métodos de cultivo ayudaron a superar las limitaciones a la población y a la expansión de los negocios acelerando los procesos, pero hay razones a favor y en contra para considerarla la causa primigenia de un fenómeno que tuvo lugar con considerable rapidez. Lo mismo se puede decir para Holanda: sus polders fueron verdaderamente un desafío a la naturaleza y las ideas tradicionales que acabaron con las carestías, pero el capitalismo de la república neerlandesa hunde sus raíces en numerosos procesos políticos y sociales que se remontan a la Edad Media y que surgieron probablemente de las iniciativas de los comerciantes y banqueros urbanos, deseosos de enriquecerse, deseo al que ayudó bastante el asentamiento del calvinismo que vino a derribar las reticencias católicas a lo que se consideraba avaricia y usura. Además, la extensión de las reformas agrícolas fue irregular tanto en el espacio como el tiempo. Pero no debemos negar tampoco que, al menos, en el caso inglés, en los lugares donde dominaron los enclosures se dio un rápido desarrollo de las prácticas capitalistas, son procesos que se retroalimentan sin duda. En muchas ocasiones, probablemente fue el capital mercantil el que promovió los cercamientos y no al revés, pero también la masa de campesinos que trabajaron para los comerciantes debían su libertad y sus medios al nuevo régimen de propiedad. Volvemos a darnos cuenta de lo complejo de la modernidad. Francia, un país eminentemente agrario con una nobleza muy poderosa y donde existían numerosas propiedades latifundistas, gracias al colbertismo y a la renovación burocrática de un Estado intervencionista, logrará desarrollar una protoindustria importante y una producción global superior a sus competidores a pesar de la ausencia de reformas tan claras como en Inglaterra. Y si vemos Europa desde una perspectiva general, igual que podemos afirmar que el XVIII fue un siglo de crecimiento, no podemos negar que las prácticas tradicionales pervivían en buena parte del continente.


Otro punto de discusiones y controversias ha sido la crisis del siglo XVII. Vista tradicionalmente como lo más característico de su siglo (al margen del arte y las ciencias), en muchos de nuestros trabajos aparecerá como un hecho aceptado. Vale, pero en los diálogos en clase, y además he publicado una entrada sobre el tema, hemos puesto el acento en la característica desigual, interrumpida y cambiante de la misma; en la superación con pocas dificultades de la adversidad en el área circundante al Mar del Norte, y en cómo región a región, la crisis ocurrió de manera distinta (más intensa en el Mediterráneo), mientras que en algunos aspectos y en algunos lugares, el siglo XVII fue una época de progreso, de urbanización, de cambios beneficiosos y de evolución hacia el capitalismo. La protoindustria inglesa es un claro ejemplo de ello, pues fue la segunda mitad de esta centuria la que marcó el inicio de la fabricación de las new draperies y el cambio social y técnico necesario para el esplendor del siglo XVIII. Poco más puedo decir que no haya dicho ya. Como he querido expresar, a lo largo del cuatrimestre, las ganas de saber y el interés por deshacer mitos nos han llevado a temas de considerable complejidad, de los que al menos hemos sacado un útil espíritu crítico y ciertos conceptos que nos han puesto en la pista de posibles investigaciones a desarrollar en tiempos venideros. En este orden de cosas, asuntos como la corrupción, la doble contabilidad o la sisa, han salido a colación con temas tan centrales de la historia moderna como la Casa de Contratación de Indias de Sevilla, permaneciendo aún los efectos que las investigaciones de Michel Morineau provocaron al lograr contradecir el famoso estudio de Earl J. Hamilton, sobre la entrada de oro y plata en España durante el XVII. No menos sugestivas fueron las consideraciones en torno a entender la Guerra de las Comunidades como el choque entre el desarrollo de la burguesía castellana y la monarquía autoritaria, un capítulo que espera aún un análisis económico exhaustivo. Y no me quiero olvidar de los dimes y diretes sobre la situación de la mujer que, cuando saltaba la liebre, ocupaban minutos y minutos de clase, gracias al activo sector femenino al que no queda otra que agradecer su participación. Todo esto son señales inequívocas de que en general, hemos sido una clase dedicada a pensar, algo que por sí solo hace que merezca la pena estar en la universidad.


Así he disfrutado de mi viaje, saciando mi curiosidad por cosas que ni tan siquiera sabía que me interesaban. Ahora me alegro de que, guiado por mi instinto de primate, decidiera meterme en la algarabía de blogs, memorias y trabajos que ha sido una cuatrimestral con la que he leído, pensado, discutido e incluso enervado mucho más que con otras asignaturas anuales. Historia Económica de la Edad Moderna, para mí ha sido un hueso (en el sentido "kubrickiano" de la palabra), que me ha servido para sacudir a los convencionalismos erróneos de mi inteligencia primitiva en lo que a historia se refiere. Ahora sólo me queda ir a mi charca o laguna mental, en la que, con lo que he aprendido en esta asignatura, quizás haga un polder, donde plantaré las semillas del conocimiento venidero sobre buena tierra. Como dijo Machado, "Caminante no hay camino, se hace camino al andar...". Con la mirada puesta en el infinito, dejaré que mis pies se guíen por la curiosidad, y emprendan la odisea, que no carrera, en la que se ha convertido la Historia, dueña de mis pasos hasta que yo pase a formar parte de ella. Desde el respeto a doña Clío, le pediré que rinda cuentas ahora que me interesa la economía, con la que he aprendido que para maximizar los benificios hay que maximizar primero el esfuerzo. Esfuerzo por mantener la curiosidad, esfuerzo por intentar abarcar varias disciplinas, ese es mi capital, ¿qué importan los beneficios mientras éste sea inagotable? Ha sido un placer compartir la experiencia con vosotros, mucha suerte, nos vemos.

APORTACIONES DEL CURSO HISTORIA ECONÓMICA EN LA EDAD MODERNA. Marina Egea

APORTACIONES DEL CURSO

HISTORIA DE LA ECONOMÍA EN LA EDAD MODERNA

Marina EGEA FERNÁNDEZ

La primera impresión a tener en cuenta es la globalidad de las redes económicas del mundo moderno: parece que es propiedad exclusiva de la Contemporaneidad, y naciente justo después del convulso siglo XIX y de las dos Guerras Mundiales, la estructura mundial como un mapa en forma de telaraña, interconectado a través de horizontes y mercados cada vez más amplios y más pequeños a las exigencias políticas y económicas de las estados que en el futuro serán potencias; exigencias ligadas a los patrones internacionales. El siglo XIX acuñó el término “Antiguo Régimen” y gracias a eso la totalidad de la compleja economía de la Edad Moderna se suele hacer “antigua” y puede que incluso (exagerando un montón) hasta “antidemocrática” en nuestra mente acostumbrada contemporánea. Naturalmente que arrastra elementos medievales (el régimen señorial, el enorme peso de la agricultura y su desequilibrio con la ganadería, la omnipresencia del pensamiento religioso, no deben olvidársenos), pero ya incorpora elementos novedosos identificables con un primer capitalismo cuyos antecedentes podemos ubicar en la Baja Edad Media. La búsqueda de beneficio, la ampliación de nuevos mercados y redes comerciales, incorporando nuevos espacios (el Descubrimiento de América fue el precedente de la globalización, la extensión del comercio a África y Asia). La First Global Age amplió el mundo conocido y gestó una economía cada vez más compleja, identificable con la curiosa unión de novedad y tradición. Este hecho la aleja de ser una ciencia todavía en los siglos modernos, pero, sin embargo, nos ha dejado el concepto griego: `ho nómos oikú, “el gobierno de la casa”, con el que seguimos identificándola a pesar de no significar lo mismo que hoy. Por eso no debemos caer en el anacronismo: empezó a desarrollar actividades innovadoras que han despuntado en la actualidad (como el precapitalismo y la protoindustrialización), pero oikós se identificaba con una realidad más ajena a nosotros, una sirviente del poder, del rey absoluto, dueño de la hacienda de su reino, el “pater familias” que controlaba la economía como los demás aspectos de su monarquía. En este sentido, conviene cambiar el “chip” que tenemos hoy hacia la Economía y entenderla en otros parámetros: su objetivo estaba ligado al estado moderno (=rey), dirigido a asentar su propia posición, un fin en el que estaban feudal e inteligentemente indefinidos lo público y lo privado, convirtiéndose en patrimonio personal del soberano el estado y, cómo no, sus impuestos y cargos públicos, que vendía o concedía como gracia cuando la hacienda (patrimonializada igualmente) carecía del suficiente caudal para seguir financiando sus empresas internacionales, además de recurrir al ya innovador y precapitalista banquero prestamista. No era oeconomía, sino deconomía, que ligaba nacimiento de nuevos mercados y de estructuras capitalistas junto a elementos teológicos (la usura) y clásicos (es una economía informal, asentada en la confianza, en el mundo clientelar), creciendo el papel de las instituciones, medios en los que se unían ambos aspectos, tradición e innovación, pues a través de ellas los recursos fluían del sector privado al público, o del particular a la red. Desde el punto de vista fiscal y económico serán muy importantes los parlamentos o Cortes, que aprobaban los servicios extraordinarios al rey, vislumbrándose todavía relaciones feudovasalláticas, pero detrás (sobre todo Holanda e Inglaterra) de la Revolución Financiera, la capacidad por parte de los estados para mejorar la financiación de la Monarquía, ligado a la deuda pública consolidada, estando el punto clave en el crédito. La deuda flotante y la deuda consolidada, dos aspectos cuyas formas empezaban a traspasar las barreras de la tradición para acceder a la innovación: con la primera a través de empréstitos a la Corona a cambio de un interés; con la segunda, con los préstamos a largo plazo, garantizados los pagos de sus intereses con el respaldo de las Cortes. Muchos autores han vinculado este nacimiento de un nuevo sistema económico de elementos medievales más estructuras novedosas de mercado con el fortalecimiento de las monarquías (nacimiento del Estado Moderno), como Wallerstein, principal ideólogo de las teorías de “Sistema Mundo”, que ofrecen una explicación global de la economía actual que arranca desde 1500. No obstante, su concepción teleológica y expansiva de centro, semiperiferia y periferia y la Historia como una sucesión de estadios hasta el progreso no debe hacernos caer en la concepción decimonónica positivista. El capitalismo no tiene por qué estar vinculado con sistemas políticos caracterizados por la representación (Parlamentos fuertes), porque también estaban los banqueros prestamistas precapitalistas, que actuaban de forma particular, además de existir diferentes tipos de crecimiento económico en cada país, dándose un crecimiento polinuclear, reticular donde no tiene por qué haber una única red, sino una intercomunicación de varios centros a la vez, lo que hace que la Historia Económica esté relacionada, a se vez, con muchos otros campos, como la Antropología.
Para mí este ha sido uno de los principales puntos de la asignatura, porque, además de ser los cimientos de la misma, sin los que no podríamos comprender no sólo la economía sino la política, la sociedad y la mentalidad modernas, te da una visión de la época enriquecedora, rompedora de muchos moldes con los que partes antes de entrar en la facultad. El feudalismo tardío y el capitalismo mercantil, el debate entre autores y corrientes sobre si hubo o no capitalismo en la Edad Moderna, unido a la diferente visión de la Historia Económica entre economistas (elementos cuantificadores) e historiadores (elementos cualitativos); su juventud (unos 200 años) desde su padre Adam Smith; su interesante interdisciplinariedad. No obstante, más que el contenido, lo que más me ha aportado es a aprender a analizar en procesos, a ver los por qués y no sólo los hechos económicos relevantes, así como a relacionar dichos procesos con los políticos y elementos sociales y mentales que he dado en otras asignaturas. Política, economía, sociedad y mentalidad resultan inseparables, pero también de otras disciplinas como la Antropología. La concepción de Schumpeter sobre su relatividad, su carácter heterónomo (detrás de una idea económica hay una ideología= historia política, social y mental), puesto que las acciones de los hombres obedecen a diferentes motivos, de modo que no debemos reducir nuestro análisis a una única lógica, debiendo combinar los casos individuales con las conclusiones colectivas, hacer una Historia interpretativa a través de los datos históricos para desentrañar los procesos. Si el anterior fue el principal punto de la asignatura, éste ha sido la principal aportación.
El principal problema de la época, en este sentido, tal vez sea la escasez de cuantificación, que implica una interpretación más delicada, de modo de no hay datos absolutos, sino sólo interpretaciones; ni los datos son un fin como pretende demostrar la Cliometría. El historiador económico debe ir más allá de la metodología, su misión es interpretar.
El siguiente punto a destacar es el hecho de distinguir a la hora de referirnos a la Economía y a la Historia Económica en general. Hablamos de “Economía en la Edad Moderna”, pero, como antes hemos dicho, su concepción era muy distinta a como la entendemos ahora. La Economía que hoy nos intercomunica globalmente nació como ciencia con Adam Smith a finales del siglo XVIII (todavía dentro, cronológicamente, de la Edad Moderna), se va consolidando a lo largo de la primera mitad del XIX, hasta llegar a su eclosión en la segunda con Marx y Engels, la concepción económica del Positivismo y sus diversas variantes en las potencias nacientes del siglo XIX (como la consideración de escuela económica al Mercantilismo en la Alemania de 1870), la Historia Comercial de Ranke y un largo etcétera que sentó las bases de compartimentación del saber que hoy nos caracteriza, no así en la Edad Moderna. 1929 como la quiebra generalizada del pensamiento económico europeo, a la consolidación como la disciplina más importante de la Historia de 1945 a 1975 a través de la Escuela de Los Annales, del Marxismo Británico y de la Cliometría. El interés braudeliano de hacer una Historia Total benefició a la Historia Económica y su deriva en la cuantificación como método de explicación en la Escuela de Cuantificación francesa con Chaunu y Lerroux a la cabeza y los Annales de Segunda Generación. La connotación más social del Marxismo Británico en su explicación de la transición del feudalismo al capitalismo o el leguaje demasiado críptico de la Cliometría, aplicando en ocasiones la Historia Contrafactual (Fogel). Pero no cayeron en la cuenta de que la lógica humana no está orientada únicamente a conseguir un beneficio, aspecto que nos lleva a la necesaria interdisciplinariedad de cada una de las ramas de la Historia creadas en el siglo XX (Sociología Magmática o de la Acción): Nueva Historia Económica. No obstante, tampoco debemos detenernos, como hace la Nueva Historia Fiscal, en extendernos en el relativismo hasta crear líneas difusas y confusas de procesos históricos. Este recorrido por la “Historia de la Historiografía sobre Historia de la Economía”, me servirá para valorar y tener en cuenta los diferentes criterios de investigación a la hora de ponerme yo delante de un documento.
La “omni-explicación” teológica y escolástica de los fenómenos en general, incluidos los económicos, que arrancó en la Edad Media y continuó en la Moderna, formada a través del Derecho Romano y de la tradición judía, constituyó una doble vertiente de concepción en la Economía: la mayoritaria tradicional y la de una propiedad privada y la difusión de negocios precapitalistas como la usura a pesar de estar condenados por la religión. Es interesante cómo Santo Tomás empieza a percibir y a reflexionar sobre estos fenómenos imparables, que ya analizará Francesco Dattini en el Instituto de Florencia en los siglos XIII y XIV. Santo Tomás, dentro de la órbita teológica, ofrece la Teoría del Precio Justo (sin fijarlo, como elemento de garantía para la conservación de la estructura social=orden y justicia) en relación a la expansión de los gremios y la inflación. Cómo va por un lado la rama tradicional y cómo va emergiendo y desarrollándose a la vez la innovadora. No obstante, otro punto interesante de la asignatura a señalar es la evolución interrelacionada de los fenómenos. La Historia, y en particular la Económica, no son departamentos estancos, etapas perfectamente delimitadas. Caer en eso sería un error gravísimo para un historiador y se debiera dudar de su auténtica vocación. Como hemos dicho arriba, el ser humano es diverso, multifacético y extraordinariamente complejo, de modo los acontecimientos y sobre todo las corrientes de pensamiento no pasan en balde a lo largo de su Historia: el mercantilismo no es sólo siglo XVII, sino que tiene un antes y un después y su presencia, por muy mínima que ya sea, podemos seguir notándola siglos posteriores aunque simplemente sea como crítica, porque no sólo existe el tiempo corto, sino también el largo, puesto que las mentalidades son más difíciles de cambiar (a mejor o a peor). He ahí otra aportación. Así, estas disyuntivas entre criterios teológicos y precapitalistas dan lugar a un proceso lento hasta el siglo XVII, en el que se había de justificar la presencia de beneficios (ser lícito prestar, aunque la solución ya vino dada a finales del siglo XV con el “Lucro Cesante” y los costes de oportunidad, que legitimaba el cobro de intereses pero no en función del libre mercado, empezándose a no indicar en los contratos el interés real sino el nominal), pero no por ello se olvidaron los tradicionales criterios (incluso en la Fisiocracia dieciochesca se creerá antes en la agricultura que en el comercio), de modo que hasta llegar a la Edad Contemporánea no se consolidará la idea de capitalismo como la búsqueda del beneficio con el comercio y el intercambio. Ya Nicolás de Oresme en el siglo XIV afirmó que el príncipe debía favorecer el comercio para aumentar la riqueza, pero todavía para favorecer el bienestar de sus súbditos y para conseguir más fondos para sus propias armas: los aspectos tradicionales permanecen en el pensamiento humano. El Mercantilismo tomará este objetivo de fortalecer la posición del rey en materia económica. Asimismo, el tema de la moneda, basada en valor nominal e intrínseco (“premio de acuñación”), este último más valioso en el siglo XVII al escasear el oro y la plata, valor mayor que el nominal no lo recogía, predominando el querer pagar con vellón.
Otra aportación ha sido la diferenciación entre “escuela económica” y “conjunto de escritos económicos”, entre los cuales se encuentra el debate sobre el Mercantilismo, al que, después de realizar el blog Auctores versus Mercantilismo, me ha convencido de situarlo entre los segundos, unido al hecho de que hasta Adam Smith no podemos hablar de Economía como auténtica ciencia. Por encima de los aspectos de todos conocidos del Mercantilismo (intervencionismo, bullonismo, proteccionismo, poblacionismo, la balanza comercial favorable y el fortalecimiento del Estado o Monarquía en torno al rey), me gustaría resaltar el papel de las redes clientelares, fundamentales en la Edad Moderna y en dicho “conjunto de escritos”: la legislación observadora no sólo tenía el objetivo de mediar en el desarrollo económico con un aumento de riqueza del propio rey, sino que también estaba asentado en el poder de las élites, clave en la época en la que nos movemos. La nobleza no pierde poder, sólo cambia de feudal a cortesana, transformando su poder en relación a la Edad Media: las redes clientelares en torno al rey. El Mercantilismo ayudaba a sostener esta realidad en la que el poder del rey no es contra otros poderes, sino en comandita. Se trata de una unión entre de poderes y de la voluntad del rey como fuente de derecho pero guiado en función de los apoyos que debía sostener, consolidándose de esta forma los intermediarios entre la Corte y el territorio, estableciendo redes, de donde parte el sistema financiero, cuyo equilibrio trata de mantener el rey: pacto-oligarquía-red-negociación. Los fundamentos de poder sobre la fiscalidad garantizaban y estructuraban las redes económicas de la Edad Moderna: el Mercantilismo no sólo era lógico en dicha sociedad, sino también vitalmente necesario para seguir manteniendo la articulación de dichas redes. Así como la diferencia entre ingresos fiscales (los impuestos directos e indirectos) y los no fiscales (ingresos por ventas de patrimonio regio). El vasallo ayuda al señor y el rey también tiene que ayudarle. Aquí nos encontramos el consilium del Arbitrismo, cuyos autores van a dar nombres y apellidos en la Monarquía Hispánica desde la segunda mitad del siglo XVI a finales del XVII, intentando dar soluciones tras constatar un problema. Sus escritos nos han servido para forjarnos una gran parte de la visión que tenemos hoy (fundamentalmente porque en el siglo XVIII y en los posteriores se han utilizado para resaltar el nuevo sistema económico desde la entrada de la Contemporaneidad), a raíz de sus debates sobre la decadencia de Castilla, la excesiva presión fiscal, las continuas guerras y el pensamiento agronómico, pero, sobre todo, su crítica a la salida de oro como causa de la pérdida de riqueza (Luis Ortiz, Álvarez Osorio, Caxa de Leruela, Sancho de Moncada, Juan de Mariana). Pero la línea de continuidad (otra aportación fundamental comentada algunos párrafos antes) hace que el Mercantilismo español no termine con los arbitristas, sino que se proyecte a los “proyectistas” del siglo XVIII que, como buenos ilustrados como Bernardo WARD, tratarán de analizar los problemas y plantear soluciones. Asimismo, el pensamiento inglés en torno a este punto también intentará dar respuesta a cuestiones prácticas y particulares, relacionada con tres temas básicos: la búsqueda de riqueza mediante balanza comercial positiva (Malynes, Misselden y Thomas Mun), el apoyo de la industria y el comercio para fomentar el empleo (Cary y Child) y reducir las tasas de interés del dinero (Child y Locke), así como el afán de cuantificación de Petty (aunque desestima la balanza comercial positiva), con su propuesta de crear un modo de medición económico en términos de números, pesos y medidas (desigualdad característica de la Edad Moderna). La concepción del paso entre la Edad Moderna y la Contemporánea de una economía cualitativa a otra cuantitativa (Víctor Kula). Y el caso francés con el Colbertismo, basado en el fomento de la industria asentado en un intervencionismo completo y la autosuficiencia económica del país, intentando atraer la riqueza a través de medios para favorecer la producción industrial (aranceles fuertes). Así como el de los Países Bajos, centrado en el interés por el comercio, basado en un proteccionismo más moderado, y en las prácticas bursátiles (la primera bolsa de valores del mundo era la de Ámsterdam en torno a 1600), mientras Hugo Grocio en 1609 hablaba favorablemente de la libertad de comercio (aunque determinado por específicas circunstancias históricas, la Tregua de los Doce Años), lo que demuestra la heterogeneidad del Mercantilismo. La Historia no son departamentos estancos, sino poco a poco cambios dentro de la continuidad, por eso es desde la continuidad desde donde se dan los cambios.
La Fisiocracia (fundamentalmente Francia, siglo XVIII) sí podemos encuadrarla como escuela de pensamiento económico por la coherencia de sus ideas y el “lobby” de intereses, poder y protección mutua del grupo. De nuevo, resaltaremos el aspecto más relevante y en este caso innovador de esta escuela, pues por encima de que tienda a revalorizar el producto agrícola como fuente de riqueza o incluso de que la tierra sea la única, cambia el concepto estático de riqueza, entendiendo que la riqueza sí puede ser creada (en este caso por la agricultura, pero personalmente me resulta más interesante destacar este aspecto, al considerarlo un cambio en el pensamiento económico, que tiende ya, sin serlo, a resaltar una esperanza en el individuo, ligándose la búsqueda de la felicidad ilustrada con la búsqueda de riqueza, aunque el salario sólo sea para asegurar el mantenimiento de ese producto neto, no para beneficiar al trabajador; no obstante, para este pensamiento la riqueza debe redundar en la idea ilustrada del bien común, que llegue a todo el mundo para el bienestar general, de la colectividad, no todavía del individuo), así como la apuesta por la libertad en el sector primario, que la convierte (podríamos decir) en el primero del Laissez faire posterior, acuñando el concepto de “producto neto” (la diferencia resultante de la producción total agrícola menos lo que se hubiera invertido en ella y todos los gastos que se desprenden de dicha producción y sus costes) y obligando ya a los propietarios a poner en producción todas sus tierras (primer ataque al mayorazgo). Sus grandes lagunas son los precios (el coste de la materia prima en la producción sin tener en cuenta la manufacturación) y los salarios (sin importancia, debiendo cubrir únicamente las necesidades de subsistencia de esos trabajadores. La concepción del trabajo como factor económico llega con Adam Smith), deseando gravar la riqueza sobre el producto bruto, dejándose ver aquí su tasación y preeminencia acerca de los privilegiado, pero sobre todo en el realce de la tierra. Hasta llegar a Adam Smith, la frontera entre la economía como “literatura” y la Economía como ciencia, aunque todavía podemos ver restos de pensamiento moralista en su obra cumbre, “La riqueza de las naciones”.
La dependencia del sector secundario de la preeminente agricultura incluso en las ciudades y países con economía más compleja, como Inglaterra y Holanda, en donde la tasa de ocupación real agrícola no bajó del 70% y en zonas agrícolas no lo hacía del 90/95%, hacían de ella el principal sector económico incluso en el siglo XVIII. Directa o indirectamente, buena parte de tributos del Estado provenían de él, de modo que en el momento en que había crisis coincidían con el menguamiento del poder, que tenía por ello menos capacidad de adquisición. Así, la agricultura ocupaba un lugar preeminente en la vida económica de los estados modernos. La Iglesia también dependía del diezmo y de los demás ingresos agrícolas. Era predominantemente cerealística (aunque con excepciones) por ser el alimento básico, por un aspecto de índole psicológico: no considerarse “del inframundo”, así como ser un cultivo consuetudinario, aspectos que retrasaron la entrada de cultivos alternativos como el viñedo (siglo XVIII) y las leguminosas (no generalizándose); y escasamente tecnificada (arados de madera, siendo así hasta prácticamente el siglo XVIII), siendo casi la única innovación la sustitución de los bueyes por las mulas, más rápidas y menos consumidoras, aunque su arado es más superficial, de modo que las tierras se iban agotando por el uso intensivo. En 1570 se promulgó la Ley de rendimientos decrecientes, al no corresponderse los productos obtenidos con el rendimiento, debido al agotamiento progresivo de las tierras, provocándose la subida de precio del cereal. Su desequilibrio respecto a la ganadería hacía que no existieran sistemas mixtos agrícola-ganaderos, no entendiéndose como complementarias, sino como competidoras (excepto Holanda). Cuando en el siglo XVI aumenta la población, se extendieron las tierras para cultivo, extendiéndose estos problemas. La aportación de esta parte, más que en el contenido, que se explica en cada asignatura de Moderna (la omnipresencia de la agricultura, que copaba los demás sectores económicos, aspecto que explica buena parte de su mentalidad), ha sido el comprobar que en el desarrollo de su crecimiento en términos cuantitativos y demográficos, están las bases explicativas de su posterior caída en el siglo XVII. Asimismo, la evolución de la propiedad me pareció el apartado más interesante de este tema, sobre todo en los inicios del proceso de privatización (destacando Inglaterra con las Enclosures), porque permite explicar las causas y orígenes de fenómenos posteriores, como, por ejemplo, las desamortizaciones y desvinculaciones del siglo XIX en España. La propiedad de la tierra se dividía en bienes públicos (del común (titularidad municipal, al que todos los vecinos podían acudir para su subsistencia) y los de propios (bienes del municipio o terrenos que en principio pertenecen al Ayuntamiento, pero los pueden utilizar sus miembros mediante arrendamiento, nutriendo sus ingresos las arcas municipales)) y bienes privados. Fue el aumento del precio del suelo el que provocó que progresivamente se fueran reduciendo los bienes del común, aumentando los propios, que pasan de ser de titularidad pública a privada, pues en generaciones ese bien lo acaparaba una familia y finalmente el Ayuntamiento se lo vendía, enajenándose a favor de una oligarquía asentada en los Ayuntamientos. Este proceso se generalizó a nivel europeo, pero destaca Inglaterra con el cercamiento de tierras o “Enclosures”, que determinará y sentará las bases de su despegue económico.
Tampoco debemos olvidarnos de la división de la propiedad en eminente y jurisdiccional. La primera referida al arrendamiento (si una familia generacionalmente la estaba arrendando pasaba a ser suya por el uso, pero no legalmente), la segunda aumenta en la Edad Moderna, pues el rey pierde derechos sobre ellos, los enajena y los vende. Ambas eran diferentes y se podían administrar de formas distintas.
Las innovaciones en la Agricultura fueron mínimas, exceptuando como siempre a Inglaterra y Holanda. Se continuaba con la madera, no perfeccionándose tampoco las técnicas de tracción; se rechazaban nuevos cultivos como la patata; las comunicaciones seguían siendo someras, de modo que se miraba más hacia la Edad Media que hacia la Contemporánea. No obstante, sí hubo una revolución en la economía agraria, de carácter financiero: su incorporación a los sistemas capitalistas, aspecto que ha sido la segunda gran aportación del tema. Cada vez va a mirar más al mercado. Continúa con el fin de la subsistencia pero los excedentes llegan al mercado, empezando a desear el agricultor transformar sus productos a dinero, implicándose la agricultura en los sistemas de mercado. Este contacto agro-mercado está en relación al alza de los precios (cada año los productos varían) y al incremento del stock monetario (más afluencia de oro y plata), que hacen que el dinero sea cada vez más frecuente en la agricultura, accediendo los campesinos a créditos rurales (los censos) para revalorizar sus productos. Cada vez más el dinero estará nutriendo la tierra, endeudándose para comprar tierras, compaginando con fuertes procesos de especulación, debido a la búsqueda de beneficio y mercado.
Así pues, el siglo XVI en la economía moderna es de expansión, pero también en la agricultura, entrando en esta última diversos factores: la revolución financiera y el aumento del stock monetario, el aumento de la población (que hace aumentar la mano de obra y la demanda inmediatamente), los nuevos mercados y la existencia y expansión de mercado financieros (la letra de cambio fue fundamental pues multiplicaba la posibilidad de comercio y mercado gracias a la mejor capacidad de transporte de las mercancías y las mejores finanzas. No obstante, aunque la agricultura también se benefició de estos mecanismos de pago, sufrirá también límites, como se puede comprobar en la Ley de Rendimientos Decrecientes de 1570, siendo éstos muy pequeños (1 de cada 4), con la excepción de Holanda (1 de cada 9/11), dependiendo también del clima, de la especulación y de las guerras. Este proceso me ha parecido de gran importancia para comprender su proyección de futuro. Pero la más interesante quizá sea la agricultura en los Países Bajos, conformándose como excepcional por su carácter científico. Allí el impacto de la técnica sí fue muy notable, destacando los “polders” (terrenos desecados al mar, drenados y puestos a cultivo mediante un sistema de presas y, posteriormente, molinos hidráulicos. Asimismo, también utilizarán en mayor medida que en Europa el abono, utilizando los detritus humanos (es una de las zonas más urbanizadas de Europa) para abonar los campos. Consiguen aumentar la eficacia de los arados, haciéndolos más resistentes, pero para ello tuvo que darse un gran desarrollo de mercado, que permitía una altísima capacidad de compra un espacio muy capitalizado y mejores tecnologías, así como un aumento de las inversiones en los “polders”. En Holanda, además, llegarán a rendimientos en torno al 1 por 11 y se darán casos de agricultura intensiva (la extensiva era la característica en la Edad Moderna), porque existía una cierta ganadería estante, lo que implica que en los Países Bajos no se dará desequilibrio entre ganadería y agricultura. Escapan, a su vez, del círculo vicioso controlando el comercio del cereal a través de Polonia, por eso no tenían por qué dedicar todo el comercio al cereal, asegurado su sustento, pudiendo destinar el campo a otros menesteres (ganadería u otros cultivos, sobre todo los ricos en nitrógeno, que permitían más fácil recuperación y una actividad muy superior a la gran mayoría de Europa. Todo este proceso fue surgiendo por la búsqueda de interés, pero hasta 1550 no se darán estas características gracias al aumento del precio del cereal ese año, abriéndose en abanico las posibilidades de lucrarse con el comercio en el Norte de Europa, implantando sistemas mixtos de otros cultivos (hortofrutícolas) y ganadería estabulada (también había subido el precio de la carne). Asimismo, es interesante destacar la rotación holandesa de ocho cultivos, en relación a la inglesa de cuatro y cómo estos últimos viajaban a los Países Bajos para conocer esta fructífera innovación: los dos grandes en la economía moderna aprendiendo mutuamente. En el caso inglés, el aspecto que me ha parecido más interesante, en el sentido de la proyección futura, es el conocido tema de las “Enclosures”, pero, en general, lo que más me ha aportado es la reflexión de cómo el haber sido una economía tan pujante desde el siglo XVII hace incomprensible el colonialismo e imperialismo que desarrollarán en el siglo XIX sin dicha “revolución” económica en la Edad Moderna. La agricultura inglesa pasó por diferentes fases de cambio en el siglo XVI, constituyendo una auténtica “revolución” con las transformaciones llevadas a cabo en la centuria siguiente, que le dotaron de prácticas muy avanzadas, que en algunos casos la harán mucho más productiva que en la Europa Continental (exceptuando a las Provincias Unidas). Este proceso evolutivo ha llamado la atención de los historiadores, especialmente de la Escuela Marxista (que puso especial énfasis en las formulaciones de tenencia de la tierra, el régimen de propiedad). Pero, sin duda, el fenómeno más importante desde el punto de vista del futuro, como hemos dicho antes, son las “Enclosures” (privatización a base de cercamientos de tierras). Esta reorganización del sistema agrario inglés creó una nueva estructura de clases (burgueses versus proletariado) y facilitó la acumulación de capital de manos de “empresarios” (los “yeomen”), estimuló el mercado interior en los factores del intercambio, del trabajo y de medios de subsistencia y materias primas. Según el Materialismo Histórico (Escuela Marxista) a partir de estas “Enclosures” se van a dar nuevas relaciones sociales de producción, creándose las condiciones básicas que luego derivarán en la Revolución Industrial, precedida por esta revolución agrícola, enfatizando el hecho de que los campesinos fueron cada vez más proletarios. Todos estos factores me parece muy interesan resaltarlos porque favorecieron el despegue industrial del siglo XIX. No obstante, el desarrollo de la agricultura no conllevó este importantísimo cambio social en la división de clases, sin haberse dado previamente la Guerra de las Dos Rosas (1455-1485). Existían también otros tipos de cercamientos, no sólo las “Encclosures”: bienes comunales, etc.
Además de la innovadora división territorial, existió una agricultura muy tecnificada en Inglaterra, que facilitó el cambio tecnológico. Una minoría de historiadores no marxistas pone más énfasis en este fenómeno que en las “Enclosures” como causa explicativa del cambio en la agricultura inglesa, tales como técnicas de irrigación de vegas mediante la desviación de corrientes para inundar las praderas, que aumentó la producción de cultivos como el heno, facilitándose la primera cosecha en primavera. Asimismo, aparecieron nuevos cultivos como la zanahoria, los nabos, las patatas, las coles, etc. y, por supuesto, el trébol. También destacar ejemplos de reproducción más selectiva del ganado, buscando que las reses aumentasen en peso. Holanda fue antes que Inglaterra en el despegue económico y en su evolución se diferencian en que mientras la primera se decanta por el comercio, la segunda lo hace por las manufacturas y la agricultura. Dentro de esta tecnificación hay que destacar las prácticas de cultivo (los sistemas trienales estaban extendidos y había algunos incluso tecnificados), la desecación de pantanos y marismas y un abonado más frecuente. Por último, el siguiente elemento que facilitó esta gran ascensión fue el peso de Londres, gran dinamizador de la agricultura inglesa en los siglos XVII y XVIII. Su configuración como gran ciudad también contribuyó, pues su necesidad de ser aprovisionada implicó la creación de un mercado extensísimo que propició que las nuevas clases capitalistas (“gentry” o “yeomen”) tuvieran un escenario privilegiado para vender. Peor lo más interesante es su impacto. Hoy se debate el impacto real y si sus elementos de cambio e innovación se dieron con la rapidez que se les atribuye. Hoy se habla de mezcla de avances limitados y parciales que en un momento determinado eclosionaron en una gran revolución agrícola. Es decir, no fue un continuum, sino que tuvo saltos y retrocesos, siendo desde 1688 cuando se dé el salto adelante. Fue un proceso mucho más espontáneo y especializado. Además, los datos demuestran que las “Enclosures” se producían más en la Edad Media, pues sufrieron un parón en 1500 porque en la primera mitad del siglo XVI era más rentable producir lana (Las ovejas devoraban a los hombres, decía Tomás Moro), siendo a partir de 1550 cuando se dé una intensificación en los procesos de concentración de parcelas, aumentando los rendimientos de un 10 a un 25%. No obstante, hubo terrenos no cercados que también aumentaron su productividad: los mayores aumentos de rentas se debieron a cambios en las estructuras de poder y no sólo por la tierra. Otro rasgo que además ha aportado un por qué a nuestro trabajo de la Protoindustria ha sido el hecho de que esta situación agraria en Inglaterra dejó muchos campesinos pobres y sin tierra, de modo que muchos de los que disfrutaban de tierras comunales pasaron a ser trabajadores asalariados en las primeras “fábricas” protoindustriales, acompañado de un gran éxodo rural.
En el siglo XVIII lo más destacable de la agricultura europea será la combinación y la constante dialéctica entre continuidad y cambio.
Pero, sin duda, donde más he extraído conclusiones que más me han aportado ha sido en la elaboración del trabajo La Protoindustria en Castilla en la Edad Moderna, junto a mis compañeros Nuria Brezos del Amo, Víctor Pajares Liberal y Janne Posti, con los que ha sido una plena satisfacción trabajar. Han sido muchos los aspectos de la Protoindustrialización los que me han llamado la atención, pero especialmente (como se puede comprobar en el trabajo) dos aspectos que ya he mencionado en este artículo: en primer lugar la precapitalización y el desarrollo del truck-system en la Castilla en forma de “constelación-nebulosa” que Viñas y Mey bien desarrolla en sus Notas sobre capitalismo industrial. Hasta ahora nunca hubiera creído que Oliver Twist hubiera podido vivir también en cualquiera de los tres siglos de la Modernidad (con todos los matices que esta observación aventurada conlleva). El segundo aspecto es la necesaria e inevitable interdisciplinariedad a la que hay que recurrir de forma casi obligada: es imposible comprender el fenómeno de Protoindustrialización no sólo en Castilla sino también en Europa, sin hablar de la mentalidad burguesa desde la Baja Edad Media, que propició la intromisión en los gremios de los primeros “capitalistas-empresarios” surgiendo las primeras fábricas. Este hecho nos lleva a otro hecho fundamental: la complementariedad entre cambio y continuidad, así como la labor de entresacar de entre los datos las innovaciones, siendo el ejemplo más relevante el de los gremios, resultando imposible eludirlos a la hora de hablar de manufacturación e industria, siendo tal vez ésta la causa de su prolongación y todavía éxito en el siglo XVIII. Para terminar, destacar que de clase, en relación a la Protoindustria en la Modernidad, el tema que más me ha aportado y que más interesante me ha parecido ha sido el de la Descriptio Urbis de los Registros de Florencia sobre los mercaderes de Burgos de 1527. El hecho de que el 10% de la población de Roma en dicha fecha fueran mercaderes castellanos descarta muchos aspectos de “leyenda negra” que todavía se tienen o de los que a veces desgraciadamente se parte. Nuria, Víctor, Janne y yo hemos trabajado desentrañando los “por qués” e intentando ir más allá de los datos, logrando el aspecto mejor de todo el trabajo: “rebobinando” en nuestras mentes y dándonos cuenta de que el trabajo realizado ha sido fructífero habiendo ampliado bastantes conocimientos.
Por último, hablar de los grupos de clase. Sus aportaciones, unido a nuestro trabajo de Protoindustrialización, en mi opinión han completado y enriquecido en gran medida el temario propuesto por el Departamento. El trabajo común que hemos desarrollado entre profesor y grupos de alumnos ha sido más que positivo, ayudándonos a profundizar en la materia que tratábamos en particular, a relacionarla con la de nuestros compañeros de clase, a darnos cuenta de nuestras carencias y aportaciones, a aprender cómo se hace una auténtica labor de investigación y, sobre todo, a experimentar el entusiasmo por el trabajo bien concluido, habiendo llegado a conclusiones no sólo satisfactorias, sino también honestas, basándonos en fuentes fiables y comparativas, siempre cotejando y tratando de ser lo más objetivos posible. Por lo demás, yo creo que lo más interesante de este curso cuatrimestral ha sido el no saber no detenerse en los datos, sino ir más allá, el no conformarse y preguntarse los por qués de los procesos históricos, yendo del pasado al presente para poder entender mejor muchos aspectos y factores posteriores que, de otra forma, nos hubieran pasado desapercibidos. Aspectos que se han dejado ver en los continuos debates en clase, en los que se ha puesto más que de manifiesto nuestro interés y nuestras ganas de aprender en común. He aprendido Historia de la Economía en la Edad Moderna, pero lo más importante ha sido aprender a ser historiadora.

sábado, 9 de febrero de 2008

DESPEDIDA a la Historia Económica Moderna.

La asignatura de Economía Moderna me ha servido, como conclusión general, para comprender que la economía no solo versa sobre números. Es una ciencia compleja, en la que interfieren múltiples factores y que aún esta por descubrir, ya que existen muchos campos económicos que aún no han sido investigados, y si lo han sido aún queda mucho que decir sobre ellos. Esta conclusión no solo la he extraído de las clases teóricas impartidas por el profesor David Alonso, sino también a raíz del trabajo realizado en grupo: “La Protoindustria”.

Del mismo modo que la economía es esencial para el desarrollo de cualquier sociedad, para el desarrollo de la economía son necesarios diversos y variados fenómenos como lo pueden ser la industria, la agricultura o el comercio y todo los aspectos que dichas materias contienen, desde las formas de producción hasta las técnicas o los recursos de que dispongan.
Con esto quiero decir, para ya adentrarme en la Economía que he estudiado y que se corresponde con la que se produce en la época Moderna, que la Economía no son solo números, sino que se sustenta en muchos factores, en pilares sin los cuales no existiría el progreso.

Dentro de este proceso económico que tiene lugar en la era moderna, además de estar íntimamente relacionado con las materias que señalaba más arriba, van a introducirse, para influir clara y decisivamente, innumerables elementos entre los que destaca la demografía, la política o el pensamiento del momento.
Como muestra clara de la idea que se acaba de plasmar tenemos el caso español. La España del siglo XVI es muy distinta a la España del siglo XVII, no voy a entrar a explicar porque, pero esta claro que factores como la política, los conflictos bélicos, la perdida demográfica afectaron directamente a su evolución económica, y si en el siglo XVI va a disfrutar de su máximo apogeo, en la siguiente centuria va a ver como países como Inglaterra, Francia o los Países Bajos la eclipsan casi en su totalidad.

Tras exponer estas ideas fundamentales para entender la compleja ciencia económica voy a tratar de explicar a modo de resumen los temas impartidos en clase y que aparecen en el programa.

En relación a la conclusión expuesta y entrando ya en materia voy a referirme al autor Wallerstein que basa su teoría económica en el: Centro, la periferia y la semiperiferia. El centro es el punto dinámico desde donde se difunden las innovaciones, y desde donde se crea la red económica necesaria para el progreso económica, y que establece a las distintas aéreas como necesarias entre sí. Esto ha de ser tenido en cuenta por la historiografía, que nace gracias a Adam Smith (al cual he dedicado uno de mis blogs), y que se divide en diversas teorías, como los son la Escuela de Cuantificación, el Marxismo británico, la Cliometría y los Annales, que son las tendencias básicas que estudian, analizan y desarrollan la Historia de la Economía; y a raíz de las cuales han surgido las demás tendencias historiográficas.
La historiografía actual es consciente de que el estudio económico es complejo, ya que no se limita al análisis de los números, sino que además de englobar múltiples materias y de tener en cuenta una gran diversidad de aspectos, ha de estudiar cada ciudad, cada país con criterios diferentes puesto que cada lugar evoluciona de una forma e influye en otros países de una u otra manera. A través de este estudio, donde los antecedentes son importantes, se ha de dar una visión global de la Europa Moderna y económica.

Sabiendo lo que se opinan actualmente sobre la Economía Moderna y como nació dicha ciencia, el siguiente tema analizado en clase fue el que se refería al pensamiento económico que tenían los contemporáneos de la Edad Moderna y que quedan reflejados en tres autores: Santo Tomás de Aquino, Nicolás de Oresme y Adam Smith[1], y en distintas ideas claves como lo son el mercantilismo.
Santo Tomás de Aquino: es el primero en reflexionar sobre los cambios económicos que acontecen en su tiempo. Lanzó la idea de “precio justo” para evitar las desigualdades sociales, y crítica los intereses impuestos por los prestamistas considerándoles un pecado de usura, debido entre otras cosas a su condición de clérigo, y que va en contra de la primera idea que expone: el “precio justo”.
Nicolás de Oresme: es uno de los primeros monetaristas de la historia, reconoce la importancia y el apoyo que deben prestar los príncipes para una evolución económica positiva. Con respecto al comercio opinaba que el príncipe tenía la obligación de favorecerlo (medidas proteccionistas), para aumentar las riquezas del Estado y lograr:
  • El bienestar de los súbditos.
  • El aumento de las arcas del rey.

Bajo la idea que propone Nicolás de Oresme sobre la intervención del monarca en asuntos económicos surge la idea del Mercantilismo que además de ser una práctica económica se apoya en diversos documentos escritos para su práctica. La idea fundamental del mercantilismo es el aumento de riqueza del rey y del Estado gracias a unas medidas intervensionistas, que se basan en el proteccionismo y en la autarquía, ambos métodos aparecen legislados.

La Agricultura es fundamental para el desarrollo económico del Estado Moderno, es básicamente cerealista y deja en un segundo plano a la ganadería. Sus métodos de producción y sus técnicas de trabajo y utensilios van a sufrir un desarrollo lento, pero apreciable en algunas zonas (Países Bajos e Inglaterra). La Agricultura va a padecer la expansión que tiene lugar en el siglo XVI y la crisis que se produce en el siglo XVII, pero ambas centurias no va a afectar del mismo modo a toda Europa, por lo que destacan dos países que van evolucionar llamativamente a lo largo de la Edad Moderna, y que son: Países Bajos (Holanda) e Inglaterra.
Holanda: su agricultura es excepcional gracias a sus avances técnicos, con la aparición de nuevos regadíos como el sistema Polders.
Inglaterra: si holanda destaca por su reformas en el ámbito de la producción, este país lo hace por sus transformaciones en la propiedad, con la creación de los Enclosures.
En el resto de Europa la transformación agraria es lenta y continuada, pero se da, contrariamente a la idea que yo tenía sobre la misma y que consideraba la agricultura como un factor estancado debido a las circunstancias vividas en el Edad Moderna.

En cuanto a la Industria solo diré, puesto que todo queda ampliamente explicado en el trabajo realizado por mi y por mi grupo “La protoindustria”, que es un largo proceso el que vive Europa hasta que verdaderamente se puede decir que sus países son industriales, y que este proceso se inicia con la protoindustrialización y finaliza con la aparición de las fábricas.

El apartado del comercio no ha sido explicado en clase, pero si ha sido tratado en diversos trabajos, como “El comercio con América”. En líneas generales puedo decir, y según lo que he podido averiguar mientras realizaba el trabajo de la Protoindustrialización, es que va íntimamente relacionado con los procesos agrícolas e industriales y que va a sufrir los mismo altibajos.

El tema de la Banca tampoco ha sido desarrollado en clase pero si ha sido estudiado y analizado por mis compañeros en diversos trabajos.

Para finalizar y rematar este último blog he de referirme al trabajo en grupo, como una experiencia gratificante debido al resultado y también compleja. Han sido muchas las horas dedicadas a la creación del mismo, y muchas las bibliotecas consultadas (Banco de España, Biblioteca Nacional, Centro de Estudios Empresariales...) en lo que ha sido mi primera actividad como investigadora (me atrevo a llamarlo así porque desde el ámbito personal he descubierto nuevas visiones históricas y nuevas percepciones).

A mis compañeros de trabajo agradecerles el esfuerzo y la atención prestada al trabajo, y a mis compañeros de clase y al profesor David Alonso, gracias por la paciencia y el interés mostrado durante nuestras temidas y salvadas exposiciones.

Y aquí finaliza la asignatura de Historia Económica Moderna. Un saludo para todos, y espero volver a encontrarme con ustedes para seguir trabajando juntos.
Nuria Bezos del Amo.


[1] Adam Smith: no habló en este blog de él puesto que ya hay uno dedicado expresamente a su figura y a su política económica.

jueves, 10 de enero de 2008

SIMÓN RUIZ

Introducción.

La figura de Simón Ruiz es importante para la España del Quinientos. Simón fue uno de los mercaderes más importantes de Medina del Campo, que además participó en las nuevas formas de mercado que aparecen en el siglo XVI, y que son los mercados financieros, en los que surge un elemento imprescindible actualmente y al que llamamos cheque y que por entonces era conocido como letra de cambio, instrumento que manejó con gran destreza el mercader español.

En este blog me referiré de los negocios que llevo a cabo Simón Ruiz, sin entrar a detallarlos, para poder ver como el comercio de mercancías y el de las finanzas van de la mano en la época, además se podrá comprobar como evolucionó Simón Ruiz en tales negocios, gracias entre otras cosas a su talante atrevido que hizo que esta figura no rechazará ningún proyecto, ni financiero ni comercial, lo que le situó como uno de los personajes más importantes dentro de la economía española, y europea del siglo XVI.


Los comienzos de Simón Ruiz.

Simón Ruiz nació en Belorado (Burgos) en torno al 1525. Desde 1545 práctica, por libre, el oficio de comerciante, manteniendo una estrecha relación de colaboración con Yvon Rocaz, de Nantes que le enviaba fardos de lienzo que él vendía en las ferias de Castilla.

Los principios del mercader son sencillos, dedicándose casi exclusivamente a la compra y venta de lienzos, trabajando solo hasta 1551, cuando decide asociarse el tesorero de Aragón, Juan de Orbea y con la intención de poder hacer comercio en Bretaña. En dicha asociación, es el tesorero el que más capital aporta, por lo que debía recibir mayores beneficios, concretamente dos tercios, pero el negocio salió mal y el tesorero denunció el contrato y se terminó dicha unión.

Este hecho no hizo que Simón Ruiz no continuase con su labor, ya en 1553 volvía a formar asociación, pero esta vez con dos paisanos: Andrés Merino y Francisco de Zamora. La intención en esta ocasión era comprar artículos diversos en Francia para venderlos en Castilla, y eran ayudados para ellos por Andrés Ruiz que desde Nantes les facilitaba la materia que era muy difícil de conseguir en un período de guerras continuas. Simultáneamente Simón Ruiz buscaba socios temporales para dedicarse a labores más momentáneas, hasta que en 1554 Yvon Rocaz vuelve a enviarle fardos de telas en compañía de otro nantés, Jean Le Lou, mientras que desde España Simón era ayudado por su hermano Vítores Ruiz y su primo Francisco de la Presa.

En 1556 se acaban las hostilidades entre Francia y España debido a la tregua de Vaucelles, y será en ese momento cuando el mercader español decida formar una sociedad en toda regla con Yvon Rocaz y Jean Le Lou, aportando el mercader un tercio del capital de dicha sociedad, que durará hasta la muerte de Yvon Rocaz en 1566.

De nuevo en 1559 se firma una tregua entre los dos países vecinos, y el comercio entre españoles y franceses vuelve a ser favorable, pero es entonces cuando Simón Ruiz debe hacer frente a uno de sus primeros problemas financieros.
Simón había exportado monedas sin autorización, delito muy común en la época y que se pagaba entregando la correspondiente multa a las autoridades, en este caso el Consejo Real exigió el pago de 1.000 ducados al mercader y le prohibió volver a comerciar con Francia. Pero consta que Simón no llegó a pagar dicha multa, ya que a cambio concedió un préstamo a un alto cargo, un préstamo que ascendía a los 2.500 ducados y que difícilmente podría reembolsarse, dicha hazaña le permitió recuperar su licencia de comerciante en ese mismo año

Tras esto decidió aumentar su territorio de trabajo, y puso sus ojos en Sevilla, el puerto más importante de la Península. Su intención era hacer llegar allí telas para venderlas, un negocio similar al que ya había practicado con anterioridad y para el cual esta vez se asocio con la familia Maluenda, procedente de Burgos. Los primeros frutos del negocio fueron positivos por lo que el mercader burgués decidió establecer un representante permanente en Sevilla, primero sería Jerónimo de Valladolid (1560 - 1565) y más tarde Francisco de Mariaca.
Las ventas se hacían por cuenta de las dos compañías:

- Simón Ruiz, junto con Yvon Rocaz y Jean Le Lou.
- Vítores Ruiz junto con Francisco de la Presa y Andrés Ruiz.

En torno al año 1565 ambas compañías extendían su campo de acción hacía Rouen, siendo en esta zona el representante de los Ruiz, Sancho de Arbieto que sería sustituido por Antonio de Quintanadueñas.
Pese a que los negocios de Sevilla y de Rouen prosperaron bien, el de Bretaña siguió siendo el más importante.


Problemas.

Pese a todo no hay que olvidar que dentro de estos negocios hubo problemas, los cuales no son demasiado conocidos ya que Simón Ruiz supo casi siempre tratarlos con enorme delicadeza, lo que no evitó que alguno de sus socios se lamentará de los negocios establecidos, tal es el caso de Yvon Rocaz que se lamenta por las deudas incobrables a consecuencia de las quiebras.
Uno de los conflictos que más destaca es el acontecido en 1564 y que se debió a una exportación de numerario detenida en Miranda de Ebro y por la cual fueron detenidos Vítores Ruiz y Francisco de la Presa.
El conflicto fue el siguiente: Constantino Getile y Francisco Bravo de Valladolid, ambos hombres de negocio, habían obtenido de Felipe II licencias de exportación de numerario. En 1563, en la feria de Medina del Campo había hecho unas operaciones de cambio con los Ruiz y Presa. Estos anticipaban en España la suma que debía ser pagada a sus corresponsales, parte en Bayona y parte en Flandes. Los fondos exportados pasaban a Francia bajo la cobertura de licencias perfectamente en regla a nombre de Gentile y Bravo, cuando en realidad no era así. El hecho que motivó la denuncia, fue que Vítores Ruiz y Francisco de la Presa acompañaron el traslado de dichos numerarios, cuando se suponía que no les pertenecía, lo que hizo pensar que no actuaban de forma legal, por lo que se les debió acusar de haberse servido de Gentile y Bravo como testaferros y de haber infringido las leyes sobre la salida de metales preciosos.
Tras este hecho desagradable, Simón y Andrés Ruiz se reúnen con Yvon Rocaz para saldar sus cuentas, a la vez que Jerónimo de Valladolid es sustituido por Francisco de Mariaca en Sevilla. En la reunión determinaron que pese a los acontecimientos sufridos, las ganancias habían sido buenas, lo que no hacía que Yvon se tranquilizará que veía en el comercio de Sevilla ciertas inseguridades que no aparecían en Castilla, lo que no dejo de ser verdad, ya que en 1567 una serie de quiebras asolaron Sevilla afectando sobre todo a Burgos y por lo tanto a los Ruiz. A esto hay que añadir que en Francia tanto Andrés Ruiz como Yvon Rocaz se encontraban con diversas dificultades en la tesorería, como lo era la suspensión de pagos reales.
Esta crisis se extendió hasta el año siguiente, lo que hizo que Simón Ruiz se endeudase teniendo que pagar con estas deudas altos intereses que se devoraban todo beneficio.
Tras estos conflictos que se superan a duras penas, Simón Ruiz abandona su interés por el comercio con Sevilla y también por la venta de lienzos, fijando sus ojos en otros negocios.


Nuevos negocios.


Tras su experiencia como deudor, el mercader decide dedicarse al negocio de los préstamos, es decir, comienza la que es su verdadera carrera como hombre de negocios, su carrera como prestamista, sirviendo a importantes hombres tanto de España como de todos los países con los que comerciaba (Francia, Portugal, Italia... Gracias a estas relaciones como prestamistas, Simón Ruiz obtenía (además de lo que le aportaban los negocios mercantiles) una serie de rentas regulares que le ofrecían regularidad, así estas letras de cambio que facilitaba le aportaban grandes beneficios.
Los nuevos negocios de Simón se deban a sus buenas relaciones con dos destacables portugueses: Antonio Gomes d´Elvas y su hijo Luiz, con los que libra numerosas operaciones de dos tipos: tráfico de mercancías y especulaciones sobre los cambios dentro de estas mercancías, siendo esto último lo que más ventajoso le resultaba.
Gracias a estas relaciones Simón Ruiz se consolidará como intermediario entre el pequeño comercio portugués y el comercio francés, italiano y español.
En Flandes va a colocar a diversos colaboradores para que le mantengan informado sobre los precios de las mercancías, las oscilaciones de los cambios y sobre todos los acontecimientos que acontecían en la ciudad y que perjudicaban o beneficiaban al comercio.

Estas buenas relaciones con Portugal y Francia van a lograr que este hombre de negocios se convierta en 1576 en acreedor de Felipe II. Simón utilizará sus relaciones portuguesas, lionesas (con la ciudad de Lyon) y de Anvers para suministrar al Rey letras de cambio que sirvieron para el pago de la soldada de Flandes en un momento crítico para la Corona después de la crisis de 1575. De este modo iniciaba su nueva vida como hombre dedicado a las finanzas, llegando a tratar de igual a igual con personajes relevantes en el mundo de las finanzas como los son los Fuggers o los Spínola.

Esta promoción como hombre de finanzas hizo que su actividad como comerciante creciese, participando en empresas variadas, actuando como socio de alguna asociación o trabajando totalmente de forma individual, es decir por su cuenta, mintiendo la importancia del comercio en Nantes, hasta que en 1576 se diera cuenta de que dicho comercio ya no aportaba beneficios importantes, sin llegar a abandonar dicho tráfico de mercancías, dejo de encargarse de ello personalmente, para ocuparse de otros negocios que parecían proliferar, tal es el caso de Rouen y Flandes.
Los conflictos anglo- españoles que se habían iniciado en 1568 hacían que el puerto de Rouen se estableciera como intermediario necesario y obligado entre los beligerantes. Pronto este comercio superó el de Bretaña.

Muy pronto Simón Ruiz se destacó no sólo como hombre de finanzas sino también como un hombre dedicado a negocios dispares, sobre todo desde 1580 cuando Felipe II es reconocido rey en Portugal. Simón no se dedicaba a un tráfico de mercancías concreto, aunque si fue el de los lienzos su negocio más duradero, sino que abarcaba todos los campos que surgían a su paso, es decir, se arriesgaba continuamente en nuevas propuestas de comercio, aunque casi siempre eran propuestas espontáneas y realizadas en un plazo de tiempo muy breve y muy concreto.


Sus últimos movimientos.

En 1585 decide asociarse con su sobrino Cosme, creando una sociedad en la que tío y sobrino entraban en condiciones de igualdad, del mismo modo que entraba el máximo colaborador de Cosme, Lope de Arziniega. Simón aportaba el capital y se beneficiaba de un tercio de los posibles beneficios, dejando el mando a su sobrino y a Lope que sólo le consultaban sobre las operaciones más complejas. De este modo dejaba en manos de sus nuevos y jóvenes socios su comercio principal, los lienzos, para dedicarse casi totalmente a las finanzas.

En 1592, con 65 años y estando ya enfermo decidió dar mayor importancia a su sobrino, por lo que crea una nueva sociedad conocida como “Simón y Cosme Ruiz”, que anticipa de alguna forma su retirada y su dedicación a la construcción del hospital general de Medina del Campo, al que entregará sus últimos años de vida y a lo que se debe que esta figura no haya quedado en el olvido.
En 1596 hacía su testamento Simón Ruiz y un año más tarde, concretamente el 1 de marzo fallecía dejando una importante fortuna.





Referencias.

- “Simón Ruiz (1525 - 1597) en Medina del Campo”. Publicaciones de la Camara Oficial de Comercio e Industria de Valladolid, 1971, Valladolid.
- Juan José de Madariaga, “Bernal Díaz y Simón Ruiz, de Medina del Campo”, Ediciones Cultura Hispánica, 1966, Madrid.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

DISCUSIONES HISTÓRICAS: LA CRISIS EUROPEA DEL SIGLO XVII


1. Introducción



Una semana más, nos disponemos a hablar de historia, para no olvidarnos, con las navidades a la vuelta de la esquina, que aunque estemos de vacaciones los libros siguen en las bibliotecas y los seres humanos siguen creando nuevos episodios de los que futuros estudiantes de lo nuestro escribirán blogs o lo que exista (a lo mejor ya se estudiará con modelos de realidad virtual, o nos reconstruirán genéticamente, lo cual dudo que tenga interés, quien sabe). Es algo trivial, pero se me ocurren algunas preguntas: ¿si nosotros en el siglo XXI seguimos escudriñando la Edad Moderna, en el siglo XXIV, por ejemplo, los modernos seremos nosotros y nuestros modernos los antiguos? Y, para los modernos, ¿pudieron verse ellos superiores a los antiguos como nosotros a los modernos y pensar que en el futuro serían historia, teniendo una conciencia de crisis en su siglo?, ¿Acaso la Guerra de los Treinta Años o las numerosas revueltas políticas que acontecieron fueron percibidas en el siglo XVII como en el siglo XX la II Guerra Mundial o en la actualidad las actividades terroristas?, ¿discutieron también nuestros modernos antepasados sobre el cambio climático? O ¿se plantearon las luchas entre parlamentarismo y absolutismo en términos comparables a las actuales entre democracia y dictadura? ¿Su dependencia de los metales preciosos era similar a la nuestra del petróleo? Estas preguntas tan marcadas por nuestro presente, no son más que una versión contaminada del ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos y a dónde vamos?, son el simple resultado de buscarnos a nosotros mismos a través del pasado, pues el futuro lo desconocemos y estudiar el presente es como intentar meter el aire en los bolsillos. Y sin embargo el aire está ahí, y nosotros enjuiciamos nuestro presente. La historia comparada es un deporte intelectual de alto riesgo, uno se resbala un poco y se da de bruces con el anacronismo pero, si el presente se reduce a un parpadeo, no hay más que mirar la prensa o escuchar a los políticos para darse cuenta de que al hablar de actualidad hacemos continuamente historia comparada. Una legislatura es mala porque fue mejor la anterior; un país es nación porque dos reyes se casaron en el siglo XV o porque vinieron los romanos; nos prometen el progreso porque arrastramos el atraso de nuestros padres.

Pues bien, como vivimos una época que pensamos de crisis y cambios, hechos lejanos del siglo XVII siguen resultando interesantes; en aquella era las palabras usadas no eran tan diferentes, y me temo que en siglos venideros (como el XXIV), lo llamen como lo llamen, la modernidad se seguirá estudiando. De hecho, el siglo XVII fue una época especialmente interesante en lo referente a alteridades, paradojas y pensamiento irracional y científico. ¿Acaso no será trampa de nuestra memoria el ver el presente como el pasado? ¿Donde termina la analogía y empieza la realidad? No sabemos si la historia ofrece verdad, pero de lo que estamos seguros es que desconfiamos de nuestros contemporáneos. Por eso escribimos libros y justificamos nuestros pensamientos en ellos, por eso en el tiempo de los automóviles, los aviones y las naves espaciales, nos preguntamos por el siglo de los barcos, los caballos, los sombreros y los arcabuces. Al fin y al cabo, haciendo de la analogía reflexión y de la comparación certeza, podríamos decir que los astronautas de ahora son los marineros del pasado, y por qué no, el Nuevo Mundo de aquellos no deja de ser un anhelo parecido a la paz y libertad mundial de ahora y semejante al intento de llegar a Marte para salvarnos en un futuro de un planeta destruido. Por mucho que descubramos y avancemos, el ser humano seguirá con sus intereses, cambiando de collar a sus perros. Al fin y al cabo no somos más que parte de un pequeño punto pálido azul en el espacio (dicho por Carl Sagan), cuya concepción de las cosas es tan limitada que difícilmente podremos sustraernos a las reglas permanentes de un mundo que gira sobre si mismo (lo que también se descubrió por aquel entonces), sumergido en las tinieblas de la ignorancia. Hagamos lo que hagamos, el universo seguirá en expansión y los hombres seguiremos discutiendo. Y desde luego, por el momento, Europa sigue siendo Europa. ¿Está en crisis en la actualidad?, ¿lo estuvo en el siglo XVII? Vamos a ver que nos dicen los libros.


2. La idea de la crisis

Una vez explicada brevemente la lógica por la que puede importarnos lo ocurrido en el siglo XVII, voy a tratar de esbozar algunas líneas sobre las causas por las que se habla de crisis en esta época. Hay varios puntos a los que acercarse para hablar de crisis. Uno de los caballos de batalla más importante para definir este fenómeno como algo generalizado a toda Europa es la crisis demográfica, presente sobre todo en la parte mediterránea (terrible en la mayor parte de la Corona de Castilla, no así en la de Aragón), aunque lleno de matices, pues muchos consideran que consiste en tomar la parte por el todo, y así mismo esa parte está llena de diferencias que se establecen región a región, río a río, camino a camino, pueblo a pueblo… No menos sugestivas resultan teorías más exóticas como la que habla de la ausencia de manchas solares y auroras boreales entre 1645 y 1715, de lo que se hicieron eco eruditos observadores como Flamsteed, Halley o Cassini, y que ha llevado a pensar, apoyado por estudios dendrocronológicos, en un breve período de glaciación, reduciéndose en un grado la temperatura media anual y con ello buena parte de las cosechas europeas, con sus consecuentes ecos económicos y sociales. Así mismo se ha hablado también de una época de pestes y otras epidemias, con una mortandad mayor que en el siglo anterior y no registrada desde el siglo XIV. En lo religioso se produjeron también convulsiones entre el auge del calvinismo tan importante en la Guerra de los Ochenta Años a caballo entre el siglo XVI y el XVII y asuntos delicados como el Edicto de Restitución del emperador Fernando II en plena guerra europea. Y es que las guerras (de Flandes y de los Treinta Años), las revueltas campesinas y regionales (En Austria, en Portugal, la Revolución Inglesa, la revolta catalana, los numerosos conflictos en Bohemia y Hungría, la violencia desatada en los Estados Alemanes, las frondas en Francia y muchas más que opto por dejarme en el tintero), intrincadas con asuntos religiosos y constitucionalistas (pues identificar libertad política con libertad de culto era leit-motiv de la época), dejaron buena parte de Europa hecho un verdadero solar.

Vemos por tanto un continente conectado por las guerras y las rebeliones, dividido por la religión e inconexo en sus experiencias políticas y económicas (véase Geoffrey Parker, Europa en crisis, 1598-1648, Siglo XXI, 1981, Madrid, pp. 2-4.). Aunque Europa afrontó experiencias globales como el auge comercial, la Guerra de los Treinta Años o la aludida despoblación, lo hizo de formas muy diferentes. Y estas diferencias se encuentran tanto en el ámbito geográfico como temporal. Mientras que Inglaterra vivió en la segunda mitad de siglo una época de reformas económicas y sociales que la desligaban de la historia del continente en cuanto al absolutismo, España vivía un “Siglo de Oro” desde el reinado de Felipe II hasta 1640, que por otra parte estuvo jalonado por bancarrotas, importantes derrotas militares y el anquilosamiento económico y poblacional; y Francia, al contrario que Inglaterra, con el auge del absolutismo personificado por Luis XIV experimentaría su grand siècle entre 1661 y 1715. Por otro lado, las Provincias Unidas holandesas, cuya gloria era complementaria a la ruina de España en un principio, y luego adversa a la competencia británica y francesa para volver a entenderse con España desde la distancia, sin embargo constituyó un ejemplo de potencia comercial y Estado equilibrado en lo económico, que permite hablar del siglo XVII como su “Siglo de Oro”. La Suecia de Gustavo Adolfo y Axel Oxenstierna, también repuntaría el manido término de crisis, experimentando un aumento considerable de su influencia en Europa y de su actividad comercial, convirtiéndose en la potencia unívoca del Báltico, de lo que daría buena cuenta el ducado de la Gran Polonia que perdió su independencia, años después de que en Moscovia los Románov subieran al poder en 1613 para iniciar el largo camino a lo que sería el poderoso Imperio Ruso en tiempos de Pedro I el Grande (véase Joseph Bergin, El siglo XVII, Crítica, 2002, Barcelona, pp. 9, 10). El siglo XVII se nos presenta como un siglo de claroscuros (al igual que las pinturas de Caravaggio y Rembrandt), con cambios que favorecieron la evolución de la sociedad, pero también con grandes carestías, muerte, pobreza, caída de precios, crisis de los mercados… Hablar de una crisis generalizada puede resultar complejo, pero lo que está claro es que no fue un período de esplendor analizando la suma de factores políticos, socioeconómicos, religiosos y de cualquier otra índole salvo la artística y la científica (véase J. Bergin, ibid., pág. 11).

Tras la revolución de los precios del siglo XVI, los datos cuantitativos ofrecen un panorama de estancamiento o retroceso. El corazón de la economía europea que constituían los países del noroeste (Países Bajos occidentales, noroeste de Francia y los condados ingleses del sudeste), en principio no se ajustan a este cuadro. Es más, atravesaron un periodo de considerable feracidad entre 1580 y 1640 aproximadamente. Hubo reconstrucciones de centros urbanos en el sudeste inglés, crecimiento de ciudades como París y Amiens, construcciones de impresionantes infraestructuras como canales y diques en Holanda… Los estados limítrofes con el mar del Norte lograron dominar en torno a 1600 los mercados europeos tanto en materia de mercancías como de servicios, aplicando, sobre todo los holandeses, incipientes prácticas capitalistas gracias al ahorro de suculentos excedentes de efectivo. Así mismo, este ámbito norteño experimentó mejoras en las técnicas agrícolas y una mayor especialización manufacturera que la mayor parte de Europa (véase G. Parker, op. cit., pp. 33-35). Como vemos, el cambio de ciclo económico no fue uniforme en toda Europa. Fue más prematuro en los países mediterráneos comenzando a principios de siglo, mientras que en ese corazón económico al que hemos hecho referencia no se produciría hasta 1640. A partir de entonces nos encontramos con una tendencia claramente descendente con una caída del nivel de los precios. Los estudios de E. J. Hamilton avalaban la tesis de una gran depresión a causa de un teórico descenso de la entrada de metales preciosos en Europa con la llegada del siglo XVII. A ello se sumarían el estancamiento demográfico, la caída de la producción agrícola con respecto al siglo XVI y la decadencia de tradicionales centros manufactureros como el sur de los Países Bajos y el Norte de Italia (véase Ricardo Franch, Historia Moderna Universal, Ariel, 2005, Barcelona, pp. 489-491). Sin embargo, estudios posteriores, especialmente los de M. Morineau, han criticado los argumentos de Hamilton, sobre todo el de la entrada de metales preciosos, en base al elevado nivel de fraude de las cifras que éste manejó en su momento. Basándose en gacetas mercantiles e informes de cónsules extranjeros, Morineau ha podido demostrar que la afluencia de metales se mantuvo estancada en la primera mitad del siglo XVII, y que en la segunda llegó a superar los niveles máximos del siglo XVI. La diferencia entre la dinámica de los precios y la positiva entrada de metales nos obligan, por tanto, a desligar un elemento del otro. La evolución de los precios quizá tenga su respuesta en la relación existente entre la oferta productiva y la demanda de la población (véase R. Franch, ibid., pág. 491).

Es más, que desciendan los precios no quiere decir necesariamente que haya un período de crisis económica. Hay que tener en cuenta la doble cara de los procesos económicos; en el mercado, los precios bajos beneficiaron a los compradores, la mayor parte de la población. Las dificultades existentes, que fueron importantes, no deben verse sin embargo como un continuo e inexorable fenómeno, como tradicionalmente se ha querido explicar la crisis del siglo XVII. Más que una recesión global, hubo coyunturas causadas por múltiples factores en diferentes regiones, que en ciertos períodos de tiempo coincidieron, pero que responden a dinámicas independientes. En este nuevo marco de heterogeneidad, aceptando que hubo crisis, hay que decir que en el Mediterráneo empezó antes y comenzó a remitir antes, mientras que en zonas del norte de Europa fue más tardía y en algunos casos se extendió hasta los años del siglo XVIII. También la incidencia de estas crisis afectó de forma distinta en diferentes ámbitos económicos. El más perjudicado fue el de la agricultura, mientras que la industria y el comercio pudieron capear el temporal de forma más satisfactoria. Es muy importante reseñar que, así mismo, las intensidades de las crisis difirieron sustancialmente de unas zonas de Europa a otras. En la Europa del este y el Mediterráneo fueron muy duras, mientras que en Francia, la Europa central y Escandinavia se trató más bien de un estancamiento o un leve retroceso. Inglaterra y Holanda fueron un caso a parte, donde las dificultades esporádicas no impidieron que se produjera un lento crecimiento, que además los holandeses supieron sostener con la reorientación de su economía, cambiando el comercio de los cereales por el de materias primas. Estas diferencias en los efectos de una crisis pretendida como general, permitieron la realización de transformaciones que se manifestarían con vigor en el siglo XVIII, produciéndose definitivamente un desplazamiento del eje de poder político y económico europeo del Mediterráneo al Norte. Jan de Vries defiende, por ejemplo, que la sucesión de estas crisis fue un factor fundamental en la centralización industrial de algunos países con unas características apropiadas para dar este salto cualitativo. Así mismo, se inició un proceso de intensa urbanización en el noroeste Europeo, al tiempo que se produjo una especialización económica de las diferentes regiones de Europa, siendo ese noroeste el elemento más poderoso del nuevo espacio surgido. El Mediterráneo pasó a ser una zona periférica en términos de Wallerstein, lo que no obsta para que también experimentase importantes cambios (véase R. Franch, ibid., pp. 491, 492).

Otro punto de vista para analizar la crisis que ha tenido gran trascendencia es el abierto por E. J. Hobsbawm, con un artículo que publicó en la revista Past & Present allá por 1954. El autor británico nacido en Alejandría, entendía la crisis del XVII como la última fase del largo período de transición del feudalismo al capitalismo definido por los marxistas británicos. Así, no se trataría de un fenómeno coyuntural sino estructural, provocada por las fuerzas feudales resistentes al cambio, cuyas formas eran contrarias al crecimiento del mercado. Por ello, creía ver que la mayor incidencia de la crisis tuvo lugar en la actividad mercantil. Con este horizonte teleológico, con una idea de progreso obstaculizado hacia el capitalismo, Hobsbawm creía que la crisis se produjo por el caos venido de la desnaturalización de un sistema feudal que se enfrentó a contradicciones de base ante un mundo en pleno cambio. Como resultado de ello se habría producido una reducción considerable del mercado interior de la Europa occidental y de las relaciones con la oriental y con el mundo ultramarino. Al mismo tiempo, la crisis habría tenido un efecto renovador de la economía al terminar con las trabas que impedían la imposición del capitalismo, provocando la concentración de capitales en las sociedades económicamente más avanzadas (Inglaterra, Holanda y Francia). Que Inglaterra fuera la que finalmente experimentara antes que el resto de Europa la Revolución Industrial, Hobsbawm lo explica por el drástico cambio que la revolución de Oliver Cromwell provocó en la sociedad e instituciones británicas, asociando el desarrollo del capitalismo con el del parlamentarismo. (véase E. J. Hobsbawm, Crisis en Europa, 1560-1660, Alianza Editorial, 1983, Madrid, pp. 15-71).

Las tesis de Hobsbawm serían discutidas inmediatamente por otro representante del marxismo británico, H. R. Trevor-Roper, especialmente en referencia a la guerra civil británica. Este autor consideraba que la revolución de Cromwell debía insertarse en el conjunto de revueltas sucedidas en Europa en la década de 1640, siendo todas ellas manifestación evidente de una crisis general a nivel continental durante el siglo XVII. Trevor-Roper, que no creía en el papel de la burguesía opuesta a los Estuardo como promotora del capitalismo, creía necesario hablar de una crisis general que, yendo más lejos, tendría su origen no en el aspecto económico sino en el socio político. Para él, la quiebra del modelo de producción feudal fue un aspecto independiente de la guerra, que vendría primordialmente causada por la deriva absolutista de la monarquía. Un contexto de regresión económica, sería el clima perfecto para que cobrara fuerza efectiva el descontento de un país que veía con malos ojos el excesivo gasto que suponía el aparato estatal, a lo que se añadía la elevada presión fiscal y el centralismo político impropio de la historia de Gran Bretaña. La causa de la crisis sería el excesivo lujo de las cortes absolutistas y su abuso de poder frente a una población con importantes dificultades económicas. Era una explicación sociológica de la crisis (véase H. R. Trevor-Roper, Crisis en Europa, 1560-1660, Alianza Editorial, 1983, Madrid, pp. 72-109). Trevor-Roper abrió el camino a nuevos campos de interpretación, pero las tesis de I. Wallerstein volvieron a poner el acento en los condicionantes económicos de las dificultades de éste azaroso siglo. El autor norteamericano consideraba que los ocurrido en el XVII se trató de una contracción del “sistema mundo” surgido en la Baja Edad Media, ante la cual, la respuesta fue la más útil pues se avanzó hacia la consolidación del sistema capitalista. Con ello vino el reforzamiento de las estructuras del Estado especialmente en al área central del sistema mundo, permitiendo la concentración del poder económico y la acumulación de capital necesaria para la Revolución Industrial. En oposición, R. Brenner considera que la crisis del siglo XVII fue de carácter esencialmente agrario, con unas relaciones de producción y extracción del excedente que impedían cualquier mejora de la productividad. Critica también las tesis de la expansión del mercado de Hobsbawm, creyendo que el verdadero protagonista de las diferentes manifestaciones de la crisis era la estructura de lo que el llamaba clase agraria y las relaciones de poder que de ella se derivaban. En resumen, nos encontramos con que la crisis del siglo XVII no es una teoría que pueda defenderse en términos absolutos, y aunque económicamente existan datos que nos permitan diseñar ciertos esquemas lógicos, un fenómeno tan amplio, irregular controvertido exige un estudio a fondo de los condicionantes de un proceso histórico que, como todos los demás, está lleno de interpretaciones. Con todo esto e intentado reflejar que, el siglo XVII, no debe ser tachado con etiquetas simplistas, sino que ha de ser afrontado con la misma variedad de ideas y amplitud de miras que el siglo XVI por ejemplo. La idea de la crisis no debe ser necesariamente la que domine el acercamiento a éste período, sino simplemente un elemento a tener en cuenta.


3. Ejemplo de la convulsión política: primera fase de la Guerra de los Treinta Años

Como colofón a este acercamiento hacia un siglo muy complicado, me ha parecido edificante incluir unas líneas sobre uno de los hechos centrales, y especialmente atractivos desde el punto de vista histórico, de este siglo de luces y sombras que es el seiscientos. Por razones de tiempo y espacio, no he podido abarcar el conflicto entero, pero espero que esta vaga explicación pueda ilustrar las numerosas caras que tuvo la Guerra de Los Treinta Años, siendo de alguna manera paradigma de todo un siglo que sigue suscitando arduas discusiones. Además me sirve de excusa para abordar, aunque de soslayo, la situación política, al menos de la primera mitad del siglo. Un conflicto ocurrido a escala global, el escenario principal de la Guerra de los Treinta Años abarcó desde los Alpes hasta el Báltico y, como una tragedia con sus cuatro actos (Domínguez Ortiz, cuad. Historia 16, nº 83), careció de una continuidad temporal merced de los múltiples conflictos que en ella se aunaron y de las diversas estrategias de sus variados actores entre 1618 y 1648. Sin embargo, sí existe un hilo conductor basado en las relaciones diplomáticas entre los diferentes contendientes y entre la gran división global entre católicos y protestantes que, si bien no fue respetada en múltiples ocasiones, si que marcó la lógica de numerosas acciones, principalmente las protagonizadas por el bando de los Habsburgo. Iniciada en el marco del auge de la Contrarreforma y la reacción de los reformistas, debemos buscar su origen más directo en el conflicto que se produjo en Bohemia bajo la égida religiosa que había aunado las causas particulares en los territorios del Sacro Imperio —que como decía Voltaire, no tenía nada de sacro ni de imperio— y los reinos colindantes fuertemente afectados por las ambiciones imperiales y habsbúrgicas, influidas también por la latente amenaza del turco. Como un reguero de pólvora, el conflicto se extendió a otros estados hasta implicar a la mayoría de Europa en un complejo galimatías de connotaciones religiosas, políticas, económicas y hasta filosóficas profundamente imbricadas en la crisis que atravesaba el continente en el siglo XVII, y de la que esta primera gran guerra europea fue causa y consecuencia al mismo tiempo. Para comenzar a trazar una línea de acontecimientos, de los variados conflictos que terminaron integrando uno general, es necesario referir la interminable guerra que sostenía la monarquía hispánica con las Provincias Unidas neerlandesas, la que después estalló, como venía ocurriendo desde el siglo XVI, entre España y Francia; y al otro extremo de Europa, la que se venía librando desde años anteriores entre Suecia y Polonia por el ánimo de dominar el Báltico de la primera. Todas las potencias citadas, en honor de sus propios intereses, potenciarían y manipularían con su completa ingerencia los graves problemas que sufrían los estados alemanes respecto de la crisis religiosa permanente desde hace más de un siglo, como de las complicadas, antagónicas y desfasadas instituciones y leyes que habían mantenido en pie desde la Edad Media al peligroso polvorín que era el Imperio.

Analizando de manera peregrina pero útil las principales motivaciones del conflicto, hay que afirmar que, sin duda, la religión fue el gran matiz que tiñó la guerra, especialmente en sus primeras fases. Desde que se formulara en 1555 la Paz de Augsburgo, como parte del testamento del emperador Carlos V y decretada por su hermano, rey de romanos y luego emperador, Fernando I, se había reconocido en el Imperio la igualdad de libertades del luteranismo respecto del culto católico, aunque dejando su aplicación al criterio de los príncipes, marqueses, duques y arzobispos, cuyos súbditos debían someterse a la voluntad del soberano, único con la potestad de oficializar y permitir uno u otro credo en su territorio. Ello dejaba a los disidentes en la complicada coyuntura de renegar del culto público de sus creencias, o en todo caso emigrar. Augsburgo no trajo la conciliación, y tanto luteranos como católicos mantuvieron las armas en ristre. Pero hubo otro elemento menospreciado que se presentó decisivo en territorios como los Países Bajos, la católica Francia y Alemania: el calvinismo, una minoría reformista muy activa. Con su proselitismo y su presencia mayoritaria en ciudades imperiales tan importantes como Bremen, o en la región del Palatinado, extendiéndose también por Bohemia y Hungría, fue un factor de inestabilidad especialmente molesto debido a su marginación de la Paz de Augsburgo con su consecuente respuesta de descontento, y sobre el que no existía una política concreta ni ningún acuerdo. Era sin embargo el luteranismo el principal movimiento protestante, pero, a pesar de su fuerza, con las prebendas obtenidas, los luteranos se mostraron en principio conformes sin optar por la agresividad diplomática en los estados donde había sido reconocido credo oficial. Ello no quiere decir que se hubiese llegado a establecer una convivencia, pues fue la Iglesia Católica la que, reaccionando con un dinamismo inesperado por unos protestantes que habían vaticinado su ocaso, tomó la iniciativa del conflicto religioso, reavivado con la celebración del concilio ecuménico de Trento (1545-1563). En él predominaron las tesis intransigentes de los clérigos españoles e italianos, creándose la Compañía de Jesús como perfecto instrumento de la ofensiva católica desarrollada desde todos los ámbitos sociales e intelectuales, “desde el tratado magistral hasta la cartilla para los niños” (Domínguez Ortiz, cuad. Historia 16, nº 83).

Respetando a la fuerza el estatus creado por la Paz de Augsburgo, las acciones contrarreformistas de los jesuitas se centraron en los estados católicos del sur de Alemania, en los territorios patrimoniales de los Habsburgo, así como en Bohemia y Hungría —en poder de la dinastía de los Austrias desde que Fernando I fuera elegido su rey en 1526—. Estos estados, regidos por la fórmula “cuius regio, eius religio”—“quien domina la región, impone la religión”—, estaban sin embargo sometidos a fuerzas que escapaban del control de los Habsburgo, en la práctica dependientes del favor de los nobles locales. Debido a ello se vieron obligados a la tolerancia frente a un gran número de nobles luteranos de los que se temía el rompimiento de sus vínculos de fidelidad y vasallaje. A este temor, se sumaba la impredecible y acuciante amenaza turca que obligaba a mantener la estabilidad a cualquier precio. Si bien como se ha dicho, el sur de Alemania fue un foco primordial de contrarreformismo, regiones imperiales enteras eran de sólida mayoría protestante al comenzar el siglo XVII. Tal era el caso de Bohemia, donde la herejía había prosperado a la sombra de la tibieza de los escépticos y contemporizadores emperadores del siglo XVI, poco adecuados para una época ciertamente oscura en la que las revueltas y los hechos grotescos como la caza de brujas proliferaban por doquier en Europa. Sirva de ejemplo el emperador Rodolfo II —que a estas alturas solo controlaba directamente las regiones de Bohemia, Silesia y Lausacia, quedando Hungría y los territorios patrimoniales en poder de su Hermano Matías—. El nieto de Fernando I, tras años de querellas con los levantiscos protestantes bohemios y acuciado por su hermano, les concedió en 1609 una “Carta de Majestad” con la voluntad de llegar a un acuerdo a cambio de ciertas libertades. A pesar de esta puntual concesión, Bohemia siguió siendo un avispero en los años posteriores, formando junto con Hungría la gran entente de la discordia para los Habsburgo. En 1617, Fernando de Estiria, pertinaz católico educado por los jesuitas, se sentaba en el trono de Bohemia y del Imperio como sucesor de Matías. Su política sería el detonante de la guerra.

La situación religiosa era terriblemente compleja e inestable a lo largo y ancho de la Europa central, pero esta no era la única causa de los problemas. Plantearse la verdadera profundidad que las creencias religiosas pudieron tener en la liberación de la violencia es uno de los más amplios y duraderos debates que se ha prolongado desde la misma época de los conflictos hasta la actualidad. Lo cierto es que, si bien puede parecer tirar por el camino de en medio, el evidente trasfondo político, social e incluso de defensa de unos valores íntimamente ligados a la conciencia de clase y a la defensa del patrimonio por las elites dinásticas de la nobleza, difícilmente puede disociarse en este tramo de la Edad Moderna de las diatribas confesionales. Por ello nos encontramos muchas veces con que las razones de Estado que pudieron motivar a la lucha en una determinada región siempre se justificaban por la vía religiosa, e incluso los movimientos clericales hacían suyas las reclamaciones de toda índole de los súbditos; Sin embargo hay que mirar más allá de la tradicional división entre estados católicos y protestantes, especialmente en el caso de Alemania, para darnos cuenta de que bajo el manto del luteranismo se encontraban profundos conflictos constitucionalistas de unos estados deseosos de una urgente reforma que terminase con ese extraño ente legado de la Edad Media que era el Sacro Imperio, el cual a través de unas poco definidas instituciones comunes, ligaba a la amalgama de estados laicos y eclesiásticos a la figura de un emperador que aunque poderoso, sus competencias se encontraban ampliamente limitadas. Además, representado durante decenios por los miembros de la Casa de Habsburgo, el augusto era visto más como un extranjero entrometido que como un verdadero soberano.

Este Sacro Imperio que había perdido su sentido de universalidad católica gracias a la Reforma, fue también el proyecto fracasado de la dinastía habsbúrgica, pues ni Carlos V consiguió que se convirtiera en su patrimonio familiar al no ostentar el título de emperador Felipe II, ni la escisión austriaca de la familia, que resultó con el ascenso al trono imperial del alcalaíno Fernando I, logró tener nunca el poder necesario para crear un estado fuerte que sirviera a sus intereses. De hecho, la rama austriaca fue mucho más débil que la española, dependiendo para la contratación de sus tropas de la plata americana que sus parientes les proporcionaban como préstamo. Como antes se ha señalado, la debilidad manifiesta frente a los nobles tanto católicos como protestantes, con sus agobiantes intereses personales, mantenía maniatados a los soberanos austriacos teniendo que ceder en sus más ambiciosos propósitos, así como no podían gozar de un buena renta económica a causa de los numerosos conflictos y de la dificultad que ello producía para la recaudación de impuestos. Hungría llena de protestantes de toda clase y color y con los turcos a la espalda, y Bohemia, donde a la división religiosa se sumaba el odio étnico entre alemanes y eslavos, así como el celo que su nobleza tenía de sus viejas libertades con un Parlamento con atribuciones para conceder o negar tributos (Domínguez Ortiz, cuad. Historia 16, nº 83), fueron el talón de Aquiles de los Habsburgo austriacos, y no es de extrañar que la guerra que trajo de cabeza a toda una generación fuera espoleada precisamente aquí.

Así, Fernando de Estiria, claramente posicionado en la postura agresiva frente al protestantismo que gozaba del apoyo de España, sufrió la rebelión bohemia de 1618, iniciada el 23 de Mayo cuando los dos gobernadores imperiales, Martinitz y Slawata, fueron defenestrados por el foso del Hradschin en Praga de la mano de los procuradores de los estados protestantes de Bohemia. El contundente aviso de rebelión fue confirmado cuando los estamentos del reino nombraron soberano al elector del Palatinado, Federico V, de confesión calvinista. De esta manera, lo que aparentemente era una rebelión local, adquirió de súbito el carácter de interestatal y multinacional, pues las aspiraciones del elector palatino chocaban frontalmente con la política exterior española, no pudiendo consentir la monarquía hispánica una evolución política semejante al considerarse tutora de los Habsburgo austriacos, al alzarse como defensora de los intereses del catolicismo, así como por no ver amenazada la seguridad del “camino español” entre Flandes y el ducado de Milán, fundamental para sostener la situación de los Países Bajos.

El conflicto que soliviantó las rivalidades y dio acogida a los numerosos pretextos que justificaron las acciones y los intereses, tiene también un plano más oculto aunque no por ello menos importante. Lo cierto es que el inicio de la Guerra de los Treinta Años, fijado en la rebelión de Bohemia, coincide con una fase recesiva muy pronunciada de la economía europea. La crisis general del siglo XVII, con altos precios en el mercado, en parte por el riesgo que los turcos significaban para el comercio con Oriente, más que uniforme fue escalonada (Domínguez Ortiz, cuad. Historia 16, nº 83), con importantes picos de descenso de los beneficios en los años 1580, 1600, 1620 y 1640. Llama la atención que precisamente en 1620, en pleno transcurso de la guerra de Bohemia y el Palatinado, cuando todas las potencias y los estados alemanes empezaron a posicionarse de cara a la guerra, es el momento en que los efectos de esta crisis económica empiezan a manifestarse de manera más general en la práctica totalidad de las zonas desfavorecidas de todo el continente. Siempre se suele hablar de las consecuencias económicas que tuvo la guerra, pero quizá sea de igual o mayor importancia hablar de las causas económicas relacionadas con su inicio. Centrándonos en los hechos, no se nos deben escapar los avatares del reino bohemio. Con una población fundamentalmente campesina, dirigida y ahora enfrentada contra la aristocracia terrateniente, convivía una baja nobleza cuya escasa capacidad económica la situaba en dependencia de esa elite latifundista antes mencionada o del propio soberano, el príncipe territorial, un Habsburgo. El papel que jugaba la burguesía no era muy gratificante, y lo cierto es que debido a lo complejo de la organización política de Bohemia como centro de los intereses de numerosos terceros, carecía de una verdadera identidad nacional, siendo un conglomerado de germanos, eslavos y judíos preocupados por sus intereses particulares, y que no tenían capacidad de convertir la rebelión político-religiosa en una verdadera revolución social. No es de extrañar por lo tanto que, la destrucción de la aristocracia protestante del reino como consecuencia de los enfrentamientos, dejara indiferentes a la densa capa humilde de la población.

Resulta importante fijarse en las características socioeconómicas de los sucesos, pues son en muchos casos el factor determinante que explica los resultados y las acciones aparentemente imbuidas de un carácter político y religioso. De hecho, en la que convencionalmente se considera segunda fase de la Guerra de los Treinta Años, cuando la guerra de los Países Bajos provoca consecuencias en la guerra de Alemania al intentar la monarquía hispánica la asfixia económica de las provincias neerlandesas con la conquista de un puerto en el Báltico, que provocó la reacción de Dinamarca y Suecia, la economía se convierte en el factor primordial de todo el desarrollo de las estrategias. Todos estos planos abordados sobre el conflicto son una muestra de lo enrevesado y complejo de sus causas, que más allá del fanatismo religioso, obedecen a un sinfín de aspectos enraizados en las propias características de la sociedad y sus habitantes, así como tienen sus motivaciones más profundas en siglos anteriores de Historia. Cuando Federico V del Palatinado entró en la ciudad de Praga para ser coronado rey de Bohemia por los rebeldes, los principales estados de la Europa católica ya habían urdido un complejo entramado político que lo tenía cercado. La alianza entre el rey de España Felipe III, el emperador Fernando II, el duque de Baviera Maximiliano y los archiduques de los Países Bajos, Alberto e Isabel, contaba además con subsidios pagados desde Roma por la Santa Sede así como de Génova, sin olvidar las tropas que el ducado de Toscana y Polonia aportaban a la alianza. Federico, por lo tanto, se encontró de golpe solo, pues los estados protestantes que le apoyaban se declararon neutrales a la espera de acontecimientos, mientras que Inglaterra, con su contenido rey Jacobo I, era mantenida al margen de los conflictos sin encontrar un marco de alianzas favorecedor.

Los acontecimientos, decididos en gran parte por la estrategia del consejero real español don Baltasar de Zúñiga, siguieron según lo que parecía en favor de los católicos, y así en 1620, la Liga católica con la temible infantería española e imperial actuaba en Bohemia mientras que las tropas a cargo del general Ambrosio Espínola invadían el Palatinado renano dando el paso fundamental para iniciar la Guerra de los Treinta Años. Como resultado obtuvieron la significativa victoria de Montaña Blanca, un duro revés a la hasta el momento ineficaz unión de los protestantes, así como supuso para Federico V del Palatinado su expulsión de Bohemia que volvió a quedar bajo la soberanía del emperador Fernando II. Los conflictos abiertos, en principio, parecían estar bajo el control de la Liga católica, pero había un asunto terriblemente delicado que en el fondo era el esperado por casi toda Europa como el verdadero casus belli que inauguraría la consumación del clima bélico, el final de la Tregua de los Doce Años entre España y las Provincias Unidas neerlandesas (G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, 1997, 82). Ante el desacuerdo respecto de la expansión colonial holandesa que iba viento en popa, y con una España que se sentía pletórica con los recientes éxitos en territorio imperial y se veía en la necesidad de mantener su reputación frente al reto neerlandés (Alcalá-Zamora, El final de la guerra de Flandes (1621-1648), 1998, 19), se reanudó una guerra que sin embargo entraría en su fase final con un gobierno de Madrid sofocado por los innumerables frentes abiertos y la ruina económica, y unas Provincias Unidas que seguían desgastándose en las penurias de un conflicto casi centenario. Tal derroche de esfuerzos y dinero no harían sino ofrecer una oportunidad de oro a las otras potencias emergentes de Europa.

Así las cosas, la situación comenzó a cambiar de signo y Federico armó dos nuevos ejércitos en 1622 y 1623 con el apoyo recabado en la revigorizada unión de los protestantes, liderados por Mansfeld y Brunswick. Tras ser destituidos como generales al servicio de un Palatinado en manos de los Habsburgo, los dos lugartenientes fueron contratados por las Provincias Unidas, las cuales se habían convertido en el principal acreedor de Federico V y en el sustento de las acciones protestantes. Los reformistas, bajo el auspicio neerlandés, derrotaron a los españoles en la batalla de Fleurus (26 de agosto de 1622) y consiguieron que Espínola levantara el asedio de Bergen-op-Zoom (4 de octubre), imposibilitando que el general español de origen genovés pudiera llevar a cabo su planificada invasión de Holanda. La siguiente acción que emprendería Federico en 1623, sería la invasión de Bohemia con los ejércitos de Mansfeld y Brunswick junto con tropas holandesas, y una acordada invasión desde el este a cargo del voivoda de Transilvania Bethlen Gabor, junto con un ejército de exiliados palatinos comandados por el conde de Thurn. Pero la campaña fracasó debido a la acción del ejército imperial bajo el mando del conde de Tilly, bloqueando el paso de las tropas de Brunswick en la baja Sajonia. El resultado fue la exterminación de los protestantes en la batalla de Stadtlohn, la más decisiva de todas las victorias católicas (G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, 1997, 89). Tras ella, un arruinado Mansfeld tuvo que disolver su ejército y el voivoda transilvano se avino a firmar la paz con el emperador al verse sin aliados.

Con un Federico V sin medios y refugiado en Holanda al igual que sus lugartenientes, parecía que el siguiente suceso iba a ser la descomunal invasión habsbúrgica de la república neerlandesa, pero no ocurrió así. Conseguir tantas victorias supuso un elevado coste al emperador Fernando II, que se encontraba gravemente endeudado con la Liga católica de la que el potentado Maximiliano de Baviera se había erigido su líder —sus tropas conformaban aproximadamente el 23% de las del ejército imperial—, resultando de sus deudas un monto demasiado alto para ser pagado con los subsidios españoles y del Papa. Ante tal desbarajuste, el pago que Maximiliano exigía como compensación era cuanto menos controvertido: el título de elector del proscrito Federico del Palatinado. De golpe, se presentaba un nuevo e inesperado problema que afectaba a las propias bases del Imperio; la Bula de Oro de 1356, ley fundamental e inmutable del Imperio, obligaba a mantener el título de elector palatino en la Casa del Palatinado. A pesar del revuelo que originó la demanda en todo el Imperio, y de la contrariedad con la que España se había mostrado ante el delicado traspaso, la muerte del consejero real, don Baltasar de Zúñiga, posiblemente el hombre más sabio sobre los asuntos alemanes que jamás tuvo España, dejó a la corte de Felipe IV sin demasiado criterio, y el emperador se vio con la autoridad de prescindir de la oposición española y convocar en Regensburg una asamblea de príncipes (enero de 1623) para sancionar la concesión de Maximiliano (G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, 1997, 88). La decisión de Fernando II, si bien fue forzada por las circunstancias, no dejó de ser un grave error. En Alemania se inició una guerra de opúsculos contra Maximiliano y el propio emperador (Domínguez Ortiz, cuad. Historia 16, nº 83); y en el extranjero la violación de un principio fundamental fue la gran excusa que, aprovechando el gran descontento de los protestantes alemanes, propició que el denostado Federico V obtuviera al fin un sólido cuerpo de apoyo de los estados alemanes y las potencias protestantes opuestas a la hegemonía de los Habsburgo.

Encomendándose Federico inicialmente al prudente rey inglés Jacobo I, este se mostró sin embargo, en un principio, reticente a mediar en el asunto del Palatinado; pero tras la escaramuza político-amorosa que realizó en secreto el príncipe de Gales junto con el duque de Buckingham —por entonces marqués— en Madrid, harto de que se prorrogase su boda con la infanta doña María y exigiendo una solución española a la guerra del Palatinado, el gobierno del conde-duque de Olivares se mostró intransigente exigiendo la conversión al catolicismo del heredero al trono inglés Carlos, así como del heredero de Federico del Palatinado. De esta manera Jacobo I perdió las esperanzas de su política española, rompiendo las negociaciones con Madrid, e inició conversaciones con Francia con el fin de realizar una expedición conjunta para liberar el Palatinado, hasta tal punto que el príncipe Carlos se casaría con la hermana del rey francés Luis XIII, Enriqueta María, en 1624. A Federico no le bastó con el movimiento inglés e inició por su parte conversaciones con el gobierno sueco, en tregua con Polonia hasta 1624 tras la espectacular toma de Riga ejecutada por el rey Gustavo Adolfo. Deseoso de más apoyos que reforzaran su esperanza en el monarca sueco, Federico estableció conversaciones con las Provincias Unidas y Francia. Los neerlandeses, acuciados en el verano de 1624 por el asedio de Breda iniciado por Espínola, no pudieron comprometerse con la causa palatina, así que el reino galo se convirtió en el gran objetivo diplomático del desposeído conde elector.

Francia, durante el gobierno del anti-Habsburgo marqués de La Vieuville, en el mismo año de 1624 entabló negociaciones y ofreció subsidios a los príncipes protestantes de Alemania, al tiempo que en junio se restituía la alianza franco-holandesa establecida por el tratado de Copiègne; también se volvía a formar la Liga de los Leones con los ducados de Venecia y Saboya. Pero la oposición de los católicos radicales de la corte de Luis XIII a las alianzas con los protestantes, así como el descrédito que ello suponía diplomáticamente para un monarca católico, provocaron la atribulación francesa inicial en el asunto del Palatinado. El cardenal Richelieu, sucesor del depuesto La Vieuville, optó por una política anti-habsbúrgica pero no en el Imperio, sino en Italia, reavivando el conflicto de la Valtelina con éxito y enviando un ejército en 1625 para unirse al asedio de Génova dirigido por el duque de Saboya. Ante la desconfianza suscitada por Francia, Federico acudió en la búsqueda de otro aliado más, el rico y ambicioso Cristian IV de Dinamarca. El rey danés, con una magra fortuna como resultado de la indemnización pagada por Suecia tras la guerra de 1611-1613 —así como lo heredado de su madre, la reina viuda Sofía—, en un principio limitó su política a reclamar sus derechos en la baja Sajonia como duque de Holstein y ampliar allí sus posesiones, contrapesando el crecimiento sueco en el Báltico. Al mismo tiempo, contribuyó con el pago de subsidios a la causa protestante alemana. Pero pronto, con el final de la alianza sueco-holandesa, la entrada de Gustavo Adolfo en la alianza urdida por Federico del Palatinado, así como el interesado apoyo a la causa danesa en Alemania que las Provincias Unidas realizaron en el marco de su reanudada guerra con España (G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, 1997, 95), propiciaron que Cristian IV rompiera hostilidades con el emperador en la primavera de 1625.

La acción del monarca danés se centraría en el círculo de la baja Sajonia, siendo elegido Kreisoberst de la región en 1625, lo que le obligaba más aún a su actuación. Cerca de allí, en las regiones de Westfalia y Hesse, se encontraba el ejército imperial comandado por el conde de Tilly. Cristian, dirigiéndose a Hameln hacia el sur, se sentía seguro de poder vencer con una fuerza de 20.000 hombres a su cargo, pero no sabía que, a petición de la Liga católica, un nuevo ejército de 25.000 hombres dirigidos por el gobernador militar de Praga, Alberto de Wallenstein, se había unido a las fuerzas de Tilly en la primavera del mismo año. Ambos lugartenientes imperiales se desplazaron al norte, posicionándose en Magdeburgo y Halberstadt. Estratégicamente sorprendido, Cristian, pisoteando sus ilusiones, se vio obligado a la retirada. Para colmo de frustraciones, sus aliados le dejaron en la cuneta, en parte por el cambio de planes de Richelieu, que deshizo la alianza anglo-francesa, quedándose la expedición que iba a dirigir Mansfeld en dique seco, concretamente sin salir de Holanda. Además el cardenal francés, a causa de una nueva rebelión de los hugonotes, se retiró de Italia, devolviendo la Valtelina a los españoles y abandonando al duque de Saboya en su intento de conquistar Génova tras la exitosa intervención del duque de Feria, gobernador español del Milanesado. Como resultado de ello, Francia abandonó la unión anti-habsbúrgica y firmó en 1627 una inquietante alianza con España para declarar la guerra a los ingleses (G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, 1997, 99). El nuevo rey de Inglaterra, Carlos I, respondió con el apoyo al líder hugonote Soubisse, provocando la rebelión de La Rochelle con un ejército al mando del duque de Buckingham. El brete duró un año hasta la rendición de la ciudad puerto, sin que Francia pudiera intervenir en otros asuntos. Pero también, los ingleses fracasarían en su intento de tomar Cádiz y de capturar los galeones españoles cargados de oro, volviendo a casa, cabizbajos y deshonrados, en noviembre de 1625.

El efecto dominó se propagó en la unión anti-habsbúrgica y Gustavo Adolfo la abandonó en el mismo 1625, reabriendo la guerra con Polonia con las invasiones de Livonia y la Prusia polaca. Por lógica, el estado protestante de Brandenburgo que también se había adherido a la unión, se volvió a declarar neutral (G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, 1997, 99). Así se llegó el 9 de diciembre de 1625 a la convención de La Haya, donde lo que quedaba de la alianza —Inglaterra, Dinamarca y las Provincias Unidas—, se comprometió a continuar la guerra contra los intereses habsbúrgicos. La campaña que emprendieron en 1626 pretendía penetrar en los propios territorios de los Austrias siguiendo el Elba, para reunirse allí con Bethlen Gabor. La iniciativa protestante empezó con mal pie sufriendo la primera derrota a manos imperiales en abril de 1626, en el puente de Dessau. En junio, Mansfeld volvió a la carga, coincidiendo con una oportuna revuelta de campesinos en la alta Austria y atrayendo tras de sí a las tropas de Wallenstein. Cristian IV, al enterarse de los disturbios austriacos confió en que solo Tilly sería movilizado mientras que Wallenstein y las tropas de Baviera se encargarían de sofocar la rebelión. Se equivocaba por completo. El rey danés, pretendiendo formar la tenaza con las tropas de Mansfeld y Bethlen Gabor, se dirigió hacia el sur rumbo a tierras austriacas, encontrándose con la desagradable sorpresa de tener que hacer frente a las considerables tropas que estratégicamente Wallenstein había situado en la baja Sajonia, para luego encontrarse con el grueso del ejército al mando de Tilly en la batalla de Lutter-am-Barenberg. Entre barro y sangre, los daneses fueron derrotados en el lluvioso agosto de 1626, huyendo de manera caótica de Lutter y rompiéndose la unidad del círculo de la baja Sajonia que abría las puertas de Dinamarca a los imperiales. Mientras, Mansfeld era perseguido por Wallenstein en Silesia, y aunque consiguió reunirse con el voivoda transilvano y los contingentes turcos que el sultán otomano le había concedido, ni ellos tenían armas suficientes, ni las agotadas tropas de Wallenstein deseaban el combate, con que la campaña se disolvió sin batalla. Bethlen Gabor, sin apoyo occidental a causa de Lutter y sin respaldo turco tras la derrota masiva del sultán allá por Bagdad, se rindió a los Habsburgo y firmó con el emperador la paz de Bratislava a comienzos de 1627.

Las tropas de Wallenstein continuaron hacia el norte invadiendo Jutlandia, después de que se le concediera el ducado de Mecklenburg arrebatado a sus duques por haber apoyado a Cristian. El emperador fue tajante con los daneses, exigiendo que toda la península de Jutlandia fuera cedida a la soberanía imperial, además de obligarles a pagar desorbitadas indemnizaciones y renunciar a sus posesiones en el Imperio para siempre. Dinamarca se negó, e incluso firmó una alianza defensiva con Suecia. Por entonces, un ambicioso Wallenstein y los españoles que se seguían desangrando económica y literalmente en la guerra de Flandes, emprendieron una peculiar campaña con el fin de establecer un puerto en el Báltico para crear allí una flota imperial por parte de Wallenstein, y para sabotear el comercio holandés con los países escandinavos por parte de España (Domínguez Ortiz, cuad. Historia 16, nº 83). La sorpresiva táctica hizo aguas al no recibir el apoyo ni de Polonia ni de los puertos hanseáticos, yéndose a pique la campaña tras el fracaso en 1628 de la conquista del puerto de Stralsund, defendido eficazmente por una flota danesa. Ello y el elevadísimo coste que ya se cobraba la guerra en uno y otro bando, provocó que el emperador redujera la dureza de las condiciones y se llegara a conversaciones de paz más viables con Dinamarca en la ciudad de Lübeck, mayo de 1629. Cristian recuperó todos sus territorios y logró el derecho a cobrar peajes en el Elba, plegándose a cambio a la promesa de no volver a interferir jamás en los asuntos del Imperio, eso sí, a título personal, no institucional (G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, 1997, 103). Era el fin de la etapa conocida por la historiografía como intermedio danés, dejando a una Dinamarca mucho más pobre que iniciaría un prolongado declive, así como su rey Cristian había perdido crédito tanto en Europa como en su país, viendo como Suecia se conformaba como la potencia hegemónica del Báltico y Gustavo Adolfo en el adalid de la causa protestante. Los aliados de Dinamarca tampoco terminaron mucho mejor, rindiéndose las tropas inglesas en 1628 y retirando Carlos I de la guerra a un país dañado moralmente; Mansfeld y Bethlen Gabor fueron obligados a retirarse igualmente y morirían los dos en 1629. En cuanto a la causa protestante, a pesar de los gastos y las derrotas siguió viva, pues iba mucho más allá de las reclamaciones de un conde elector. Sus bases estaban enraizadas en los problemas y los deseos de reformas de muchos alemanes y gentes de otros estados; además no debemos olvidar que esta guerra también fue la oposición a los Habsburgo, que más allá de la defensa del catolicismo, fueron también instigadores fundamentales de un conflicto en el que se dirimía su ambiciosa hegemonía continental.