miércoles, 21 de noviembre de 2007

CONCEPCIONES ECONÓMICAS MODERNAS: LOS ARBITRISTAS, NECESIDAD DE INNOVACIÓN E INFLUJO MERCANTILISTA EN ESPAÑA




1. Introducción


Esta semana, siguiendo el hilo de las clases, nos propondremos dar cuenta de un episodio comúnmente desconocido, o en todo caso no valorado en toda su profundidad e importancia, que sin duda alguna modeló el devenir de una de las economías fundamentales a nivel mundial en el intersticio que media entre los siglos XV y XVIII. Para ponernos en situación, resulta necesario especificar que hablaremos dentro del ámbito de la España de los Habsburgo, un ente político, territorial y social con muchas caras distintas y sin embargo, determinado por una mentalidad concreta y muy común a la mayoría de estados europeos de la época: la existencia de un rotundo poder real, tachado por muchos investigadores como autocrático, en torno al que giraban todos los intereses de una patria de muchas patrias como era aquella España. Corona de coronas, reinado sobre muchos reinos, la monarquía hispánica se constituía de un mar de regiones, representantes, ciudades e intereses muchas veces contradictorios, que tenían como única solución de continuidad estatal la figura de un monarca al que recurrir, en pos de hallar las soluciones que apremiaban al ambicioso escenario imperial, donde actuaba con mejor o peor fortuna una monarquía ansiosa por dominar el mundo. Dentro de estas coordenadas, en una época donde el pensamiento económico (en terminología actual) no podía desligarse de las medidas prácticas y la coyuntura del momento, y mucho menos de las reglas sociales y políticas, surge un movimiento heterogéneo y sin una ideología clara, conocido en la actualidad como “arbitrismo”.

2. Primeros arbitristas: cuestiones generales y aproximación al arbitrismo fiscal

El llamarlo movimiento es ya de por sí una osadía del presente. En realidad, se trataba de intelectuales, letrados o gentes varias con ánimo de notoriedad o verdaderas ganas de colaborar que, bien ostentaran cargos funcionariales cercanos a la corte y al monarca, bien fueran gentes relacionadas con el comercio y entendidas en asuntos financieros, desde la autoridad que les daban sus responsabilidades, sus conocimientos o simplemente sus ganas, intentaban solucionar los “problemas de la patria” a través de sus reflexiones, plasmadas en tratados, epístolas o dichos de viva voz, y que recibían el nombre de arbitrios. La propia palabra “arbitrio” (del latín arbitrium, arbitrii), con su significado nos indica la existencia de una voluntad individual, y de la capacidad de intervenir en algo en base a la propia opinión. En efecto, en la concepción del Estado existente en la primera Edad Moderna, desde los altos funcionarios hasta cualquier villano, eran todos servidores del rey, y como si de una relación feudal se tratara, se sentían en la obligación de dar su consilium a “Su Católica Majestad”, en justo pago por el auxilium que ésta les proporcionaba a cambio en forma de mercedes, exenciones fiscales o cualquier otro privilegio (véase Alfredo Alvar, La economía en la España moderna, "VI. Arbitristas y arbitrismos. Textos y análisis", Istmo, 2006, Madrid, pp. 376,377).

Quizá, el nexo de unión entre los protagonistas de este singular fenómeno, podamos encontrarlo en un hecho bastante pragmático: el deseo de que engordaran las arcas reales a través de los derechos regios, sin renunciar por ello a que aumentaran de peso los bolsillos de los vasallos serviciales. Dicho con esta prontitud, no parece que hablemos de un fenómeno intelectual propiamente dicho, pero los cierto es que la arbitrariedad con que actuaban y juzgaban estos personajes fue rasgo fundamental de sus intervenciones, cuyo valor reside fundamentalmente en la falta de un pensamiento económico integral que determinase las labores del Consejo Real de Hacienda. Debido a esta precariedad de la planificación del Estado, el rey se mostraba dispuesto a escuchar las proposiciones que sus súbditos le elevasen en ausencia de ideas mejores. Por tanto, el surgimiento del arbitrismo se encuentra estrechamente ligado a las necesidades del monarca y a la coyuntura social y política de los diferentes reinados. Para hacernos una idea, podemos entender como primeras muestras de este arbitrismo tan español y castellano, las Cortes de Toledo de 1538, cuando Carlos V no logra que el estamento nobiliario de Castilla contribuya a las arcas reales. En este particular episodio, los nobles, deferentes con su monarca pero al mismo tiempo celosos de su estatus, no se niegan a pagar inexorablemente las contribuciones que se les pide, sino que proponen al rey otras vías de incautación de impuestos fuera del ámbito de las Cortes, con las que salir todos beneficiados (véase Alfredo Alvar, ibid., pp. 378-379). Nos damos cuenta de la importancia que esto supone; los arbitristas, desde su individualización de los problemas de Estado, un patrimonio que a efectos prácticamente se consideraba familiar o dinástico de los Habsburgo, cambian los cauces de actuación de las instituciones postulándose como consejeros de buena voluntad del rey, personalizando y reduciendo al clientelismo los problemas de la patria. Así mismo, el propio mecanismo de los arbitrios requería la existencia de regalías, es decir, bienes regios administrados por el monarca sin la intervención de las Cortes.

En la práctica, el arbitrio se convirtió en una herramienta secreta amparada en actividades lucrativas que beneficiaban a individuos, al tiempo que el rey lograba dar salida de forma rápida y extraoficial a sus acuciantes problemas. Bien es sabido que, por ejemplo, Felipe II acrecentó en castilla 420 oficios municipales, con el único fin de venderlos a cambio de esos servicios extraordinarios que estaban deseosos de ofrecer cientos de súbditos ansiosos por medrar. Teniendo en cuenta que bienes de regalía podían ser elementos clave para el funcionamiento del Estado como la acuñación de moneda, el cobro de alcabalas o los impuestos a las actividades mineras, podemos suponer sin mayor recurso a la imaginación que al final, el funcionamiento del Estado quedaba supeditado a intereses personales (véase A. Alvar, idem). Es importante, además, reseñar el carácter secreto de los arbitrios; siguiendo el mecanismo de las audiencias reales, el súbdito deseoso de elevar su arbitrio al rey, intentaba buscar la ocasión más oportuna o enviar a la persona adecuada que mediase por él, para establecer un contacto directo con la cabeza del Estado sin que ningún oficial real o funcionario tuviese noticia de las características de sus reflexiones y pudiera apropiárselas. Muchas veces, el fin del arbitrista era el de establecer una relación personal con el monarca que pudiera beneficiarle para sus propios intereses, por lo que la astucia y el don de la oportunidad eran los elementos esenciales del proceso; se trataba fundamentalmente de hacerse parecer necesario ante los ojos del monarca.

Este carácter esquivo de los arbitristas es una de las causas fundamentales de la pérdida de documentos al respecto, pues muchas veces las proposiciones al monarca se hacían de palabra (si había suerte) o en textos lo más crípticos posibles. Sin embargo, el número de arbitristas y sus abundantes manifestaciones son tales, que existe un rastro considerable para poder llegar a profundizar en el fenómeno. Arbitrios propusieron gentes de variada extracción y de diferentes profesiones. Desde escritores como el propio Cervantes, que entreveraba sus escritos novelescos de alusiones a temas políticos y hacendísticos, hasta banqueros como los Fugger, tan inmersos en la vida económica de Castilla que habían hispanizado su apellido como Fúcar; mercaderes flamencos como Enrique Hujoel, genoveses como Juan Leonardo de Benevento; simples vecinos con cierta reputación en sus lugares de origen, e incluso algunos que ofrecían remedios milagrosos como un tal Juan Fernández, que decía ser docto en los secretos de la alquimia, y cuyo arbitrio, en tiempos de Felipe II, llegó a manos del mismísimo rey a través de su secretario Juan de Ovando (véase A. Alvar, ibid., pp. 397-399). En fin, que lo de escribir arbitrios se convirtió en una profusa costumbre entre los súbditos de Castilla, que por verse cercanos a la corte no dudaban en verter ríos de tinta e invertir año tras año de su vida en hacerse oír ante el trono, o en todo caso ante los secretarios más cercanos a la figura real. La redacción de los arbitrios tomó incluso sus propias alocuciones y formas, siendo verdaderas obras de arte de la seducción y la fábula, que por mucho que se disimule no dejan de transmitir cierto aire de desesperación. Sirva de ejemplo cómo el ya citado Juan Fernández, se refería a Felipe II en estos términos:

Y a Vuestra Majestad suplico sea seruido de ver estos capítulos, y hazerme merced dellos, pues no es justo que aviendo gastado el mejor tiempo de mi vida y casi toda mi hazienda, y con tantos trabajos, que vuestra majestad no solo me la haga, más aún que Vuestra Majestad sea seruido de hacerme, pues mi buen deseo y seruicio lo merece. (A. Alvar, ibid., p. 406).


Entonces, de lo visto hasta aquí, ¿qué visión general podemos obtener de ello? Ciertamente, un fenómeno tan particularista y tan variado como las razones e intenciones de cada uno de sus exponentes, resulta algo difícil de objetivar. A pesar de ello, las conclusiones de estudiosos del tema como Gutiérrez Nieto, pueden ofrecernos un marco donde situar las diferentes manifestaciones. Éste autor, diferenciaba entre dos tipos fundamentales de arbitrismo. El primero sería el fiscal, desarrollado en el siglo XVI, al que pertenecerían los ejemplos aquí descritos y cuyo objetivo fundamental era el que ya se ha referido más arriba: proponer alternativas a las Cortes para que la Corona pudiera aumentar sus recursos, al tiempo que ello repercutía en el beneficio de los que proponían las soluciones. Se puede entender del mismo que, en tanto que se basaba en la búsqueda de vías alternativas a las Cortes, fue un instrumento de ampliación del absolutismo real.

La época más prospera de este arbitrismo sería la de Felipe II. En aquellos años en que la falta de dinero líquido era acuciante por los muchos gastos y empresas en que se destinaba, el uso de arbitrios y de la venta de vasallos y propiedades, que se convenía en convertir en regalía para poder venderse y obtener magros ingresos, estaban a la orden del día. Los arbitristas, abundantes y laboriosos, emitían sus numerosas propuestas que eran discutidas directamente por los miembros del Consejo de Hacienda. En estos arduos debates, inspirados por las medidas novedosas de los arbitristas, se decidían correcciones de juros, exenciones de ciudades, alteraciones perentorias de la estructura de la propiedad, excepcionales alteraciones de regímenes jurídicos, ventas de regalías, enajenación de recaudaciones… en fin, que el arbitrismo fiscal sin duda alguna fue un motor de cambio económico, aunque sin un programa claro ni una visión de una reestructuración económica de futuro pues, además, siempre se reflexionaba sobre las base de rentas tradicionales o derechos antiquísimos (véase A. Alvar, ibid., pp. 389-394).


3. El arbitrismo reformador: memorialistas y arbitristas frente a la decadencia



Surgiría sin embargo, a partir del reinado de Felipe III, otro tipo de arbitrismo (según la clasificación de Gutiérrez Nieto) que, aunque basado en el fundamento de los arbitristas como gente de variada extracción que proponían voluntariamente soluciones, tendría el ánimo de terminar con los males y causas de la decadencia de España, un concepto que comenzaba a asentarse entre los intelectuales de la época. Los antecedentes directos debemos buscarlos sin embargo en el reinado anterior. Explicadas brevemente las características que definían a esos arbitristas ocasionales del siglo XVI, no podemos dejar de lado que hubo también autores que se dedicaron a estudiar más profundamente los entresijos económicos de España. Precisamente, uno de los protagonistas de este análisis más concienzudo de la situación, sería uno de los secretarios del Consejo de Hacienda de Felipe II, el burgalés Luis Ortiz. Este intelectual, a parte de funcionario, desde una perspectiva optimista de las características naturales y humanas de Castilla, sería sin embargo de los primeros en acusar la mala evolución de la agricultura, avecinando una plausible decadencia económica (véase José Ignacio Ruiz, La economía en la España moderna, “VII. El pensamiento económico en la España Moderna”, pp. 497-500).

Dentro de las coordenadas de lo que hoy en día se ha dado en llamar mercantilismo, Ortiz achacaba los males a la desmesurada saca de metales preciosos y materias primas que luego se elaboraban en Europa volviendo a su lugar de origen con un precio mucho más caro. A tal punto llegaba su convicción, que no dudaba en referirse a España como las “Indias de Europa”. Lo más importante de su pensamiento es que, veía como la única solución la prohibición de exportar materias primas y de importar manufacturas, o en todo caso, someter a estos procedimientos a exhaustivos aranceles. Como vemos, esto le sitúa directamente en consonancia con otros pensadores mercantilistas europeos, poniéndose claramente a favor de una balanza de pagos favorable y contraria al déficit. Además, propondría otras medidas prácticas como el establecimiento de artesanos extranjeros para que extendieran sus técnicas; reformas del sistema fiscal y monetario; reforestación de los montes, mejora de infraestructuras… El pensamiento de Luis Ortiz inicia una tendencia a la escritura de memoriales y condiciona la mentalidad de los nuevos arbitristas que comenzarán a plantear sus propuestas desde una perspectiva de particularidad nacional (véase J. I. Ruiz, ibid., pág. 499).

Como vemos, en la segunda mitad del siglo XVI convivieron estos memorialistas profundos, precursores del reformismo del XVII, con aquellos oportunistas o en todo caso menos sistemáticos arbitristas que proliferaban por doquier a lo largo y ancho del solar castellano. El nuevo siglo, en consonancia con lo que ya veían algunos autores del XVI, traería una situación poco halagüeña para las finanzas y las arcas reales. Fueron años de estancamiento poblacional, de crisis de la producción agraria y manufacturera, caos monetario, quiebras fiscales de la hacienda real, precios muy altos, despoblación en los campos… En fin, ya fuera porque hubo un cambio de ciclo económico produciéndose reajustes o porque verdaderamente hubo una crisis estructural, el caso es que en España y particularmente en Castilla, se asentó la idea de la decadencia; la miseria era palpable y empezó a surgir la necesidad de buscar soluciones profundas. En este sentido, se empieza a percibir esta tendencia en Martín González de Cellorigo (1570-1620). A caballo entre los reinados de Felipe II y Felipe III, Cellorigo (funcionario al servicio de la monarquía) abogará por una política fiscal a favor del poder político como solución a los males que ya acusaba Castilla desde la última etapa de reinado del Prudente.

El memorial que escribió para Felipe III en 1660, un auténtico tratado de política económica, hacía referencia a aspectos fundamentales como la necesidad de reducir los gravámenes sobre los sectores productivos o de reducir las capitaciones de los súbditos, llevando al ámbito de la hacienda real las demandas populares. En las distintas partes de su texto, expondría las causas de la “declinación de España”, invocando a su “restauración”, así como buscará soluciones para terminar con la deuda endémica de la monarquía. Hablaría claramente del problema de la despoblación de Castilla, que sumado a la pobreza y elevadas tributaciones a las que tenían que hacer frente los campesinos, en su opinión era la principal causa de la decadencia. En contra de otras opiniones, consideraba nociva la afluencia de oro y plata americana, proponiendo fortalecer el sector productivo y clamando por la necesidad de la repoblación de varias regiones. Así mismo, era enemigo del rentismo que se retroalimentaba con el gravoso sistema fiscal, y abogaba, en contra del déficit, por el equilibrio entre ingreso y gasto. Aunque su propuesta de política económica se centraba esencialmente en el fortalecimiento del sector agrario, ya daba algunos apuntes sobre la necesidad de impulsar las manufacturas, con el fin de reducir lo máximo posible la importación de las mismas. Sería por tanto deudor de conceptos tanto agraristas como mercantilistas (véase J. I. Ruiz, ibid. pp. 508, 509).

El debate estaba abierto, y aunque no ausente de críticas por la falta de posturas comunes y lo reiterativo de muchas de estas memorias y arbitrios, esta corriente es el exponente de pensamiento económico más claro de la época, siendo los trabajos de estos autores una guía de gran valor para entender los condicionantes de muchos comportamientos que la historiografía de hoy día sigue discutiendo con variedad de opiniones. Otro autor emblemático de este ámbito fue Sancho de Moncada (1580-c. 1638), quien conocedor de la obra de Luis Ortiz, hablaba de España y su entorno como de una encrucijada de naciones, que competían por el crecimiento económico entendido por lo que ahora llamaríamos un juego de suma cero, es decir, si el comercio y la riqueza aumentaban en una parte, en la otra tenía que disminuir por necesidad. Fue valedor de un proteccionismo industrial, incidiendo en esas tesis mercantilistas contrarias a la exportación de materias primas e importación de productos elaborados. Por tanto, veía como requisito indispensable para solucionar la decadencia aumentar la industria propia, pues en su forma de pensar, ello haría que disminuyera la exterior. Para él, lo fundamental era acaparar el flujo dinerario para ocupar la mayor cuota posible de ese mercado que consideraba como único.

Su memorial Discursos, publicado en 1618, acogía estas reflexiones así como defendía una política económica mercantilista (balanza de pagos favorable, frenar las exportaciones de materias primas…). Al igual que Cellorigo, creía que la afluencia de metales preciosos era negativa y, parafraseando a Luis Ortiz, se hacía eco de la definición de España como las “Indias e Europa”. Analizó también las particularidades de la hacienda, la agricultura, habló de la importancia del lujo, de la fiscalidad… y yendo más allá, también creyó necesario emprender una reforma de la burocracia administrativa, proponiendo la creación de una universidad donde se impartieran cátedras referentes a la gestión administrativa, con el fin de crear burócratas profesionales. Fue también cuantitativista en cuanto al dinero, defendiendo la cantidad de moneda en circulación determina la subida los precios, así como también creía que el aumento de la población en exceso podía desembocar en la insuficiencia de los recursos (anticipándose someramente a las ideas del británico Thomas Malthus en más de un siglo) (véase J. I. Ruiz, ibid., pp. 509-511).

Pedro Fernández de Navarrete (c.1580-1647), secretario del cardenal infante don Fernando, hermano de Felipe IV, en su memorial Discursos políticos de 1621 incidiría sobre cuestiones similares a las de los anteriores, entrando en su análisis sobre la despoblación los efectos de la expulsión de los moriscos durante el reinado de Felipe III, la emigración a las Indias de población activa, así como los contingentes enviados a los presidios italianos y norteafricanos. En cuanto a la agricultura se situará en contra de las tasas sobre el grano que perjudicaban a los productores, aunque lo matiza aduciendo la necesidad de tener en cuenta las diferencias regionales y no se manifiesta en contra de que dichas tasas se apliquen a los rentistas. También cargará las tintas sobre los arbitristas del pasado por creer fueron culpables del sucesivo aumento de las tasas sobre los campesinos. Un aspecto interesante de sus reflexiones es que se alejan del cuantitativismo, definiendo al sector secundario como el verdadero promotor de la riqueza, pues su trabajo de manufacturación otorgaba valor añadido a los productos, desestimando la influencia que muchos otros pensaban que tenía el flujo monetario (véase J. I. Ruiz, ibid., pp. 511, 512).

Los arbitrios y memoriales continuarían durante el resto del Siglo de Oro, habiendo algunos valiosos como los ya referidos, y otros realizados por meros oportunistas, fabuladores y milagreros, que nos han dejado un mar de papeles y testimonios que quién sabe si algún día se clasificarán en su totalidad. Quevedo daría buena cuenta de ellos en La hora de todos y la fortuna con seso, diciendo de los arbitristas que son unas veces “locos universales y castigo del cielo” cuando no “charlatanes embargados por la mayor de las estupideces”. El caso es que, al son de las difíciles coyunturas, aunque siempre sin existir una escuela arbitrista ni nada parecido, se fueron diseñando los principios económicos que posteriormente desembocarían en teorías más plenamente asentadas, verbigracia, antes de la luminosidad de la ilustración tuvo que darse la tenebrosidad de la inconsciencia. Hasta producirse una verdadera iniciativa de cambio movida por los proyectistas del XVIII, a los autores arriba mencionados les siguieron otros memorialistas y arbitristas destacables de los que es menester despachar unas líneas.

De entre estos autores, podríamos destacar aquellos que atajaron el problema de la decadencia desde la vertiente agraria, los “agraristas”. López de Deza (1564-1626) compendió en su tratado de 1618, Gobierno político de Agricultura, las que creía fueron las causas de la depresión agraria castellana; a saber, la emigración de labradores a territorios del Imperio, la abundancia de inmigrantes extranjeros, la proliferación de oficios superfluos en las ciudades, las inversiones improductivas en censos, las contribuciones que pesan sobre el campo, el alto coste de labrar y criar, el coste de los pleitos y ejecuciones de los jueces ejecutores, la falta de privilegios de los agricultores, la tasa de los cereales o el descuido de la astronomía y otros conocimientos para la agricultura. Las soluciones, lógicamente, consistirían en acabar con estos males frenando los procesos que los causaban inmediatamente, aboliendo impuestos y mejorando la cultura de los campesinos. Como dato relevante, conviene saber que las medidas que el Consejo Real de Felipe III realizó entre 1619 y 1622, coincidieron enormemente con lo propuesto con este autor. Refuerza también la demostración de su influencia la aplicación con Felipe IV de las medidas que propuso en 1623 con sus Capítulos de Reformación.

Como complementario, podemos citar también a Miguel Caxa de Leruela, alcalde entregador de la Mesta, que en 1626 entregó a las Cortes de Castilla un memorial con el título Memoria sobre la conservación de los ganados y las dehesas, incidiendo sobre la importancia del ganado en la economía castellana. Vería como uno de los males esenciales la falta de ganado a causa de su alto precio, la falta de protección jurídica de los ganaderos y la pérdida progresiva de pastos. Lo más llamativo de su trabajo, con la estructura típica de los arbitrios (enumeración de causas, propuesta de soluciones), es que en la búsqueda de los factores que provocaban la crisis de la economía ganadera, haría toda una radiografía de la situación política española, refiriéndose a la guerra de Flandes, la ociosidad, el rentismo de los juros y censos, las mercancías extranjeras, el vellón… Como solución, proponía privilegiar a los ganados mayores y menores que son necesarios para el cultivo agrario. En su reflexión, consideraba que convirtiendo a los agricultores también en ganaderos, éstos respetarían los pastos al tiempo que el estiércol de las bestias beneficiaría a la agricultura, con lo que aumentaría el producto agrario y la provisión de los mercados reduciéndose los precios. Así, muchos campesinos pobres se convertirían en acomodados mientras que los ricos no perderían un ápice de lo suyo, restaurándose la riqueza del país. Caxa de Leruela pensaba que el sector agropecuario era la esencia del crecimiento económico (véase J. I. Ruiz, ibid., pp. 518-521).


En tiempos de Felipe IV y el conde-duque de Olivares, cuyas revolucionarias medidas nunca se pudieron llevar cabo por los conflictos exteriores de la Guerra de los Treinta años y la de los Ochenta, y por las tensiones políticas interiores (recordemos la independencia de Portugal y la revuelta de Cataluña), a pesar de los pesares y del fracaso de los proyectos, hubo un ánimo reformador que empezó a prestar atención de verdad a la importancia económica de la industria y el comercio. Los arbitristas, con su característica dispersión conceptual, se entregarían a la tarea de proponer por activa y por pasiva las soluciones que el Consejo de Castilla reclamaba. El memorialista más importante en este sentido sería el sevillano Francisco Martínez de la Mata. Gran conocedor de las principales ideas económicas que imperaban en Europa, publicó entre 1650 y 1660 numerosos memoriales muy bien documentados ampliamente trabajados, en los que criticaba la libre entrada de mercancías extranjeras, señalando que “reynos y repúblicas” como Francia, Génova, Venecia, Florencia, Holanda o Inglaterra, habían aumentado considerablemente sus riquezas por que hacia ellos se drenaban las materias primas y metales preciosos de España. A ello achacaba todos los problemas de despoblación y pobreza, proponiendo como solución acabar con la ruina de la industria. Defendía, al igual que otros autores anteriores, la capacidad de la manufacturación de aumentar el valor de los productos de “uno hasta ciento”, por lo cual apoya que se realice una política proteccionista que prohíba la importación de productos manufacturados y de mano de obra extranjera, promoviendo la industria interior. Propondría la creación de erarios y montes de piedad del Estado que concedieran créditos baratos. Con ello buscaba tanto el enriquecimiento de la monarquía como la mejora del bienestar de la población (véase J. I. Ruiz, ibid., pp. 521, 522).

En el lado contrario se encontraba Diego José Dormer (1649-1705), aragonés antimercantilista, que en sus Discuros Histórico-Políticos expresaba que los verdaderos males venían de las limitaciones al comercio exterior, viendo beneficiosas las importaciones de productos extranjeros. Propone eliminar los aranceles impuestos en 1678, reducir los derechos sobre la importación y eliminar las aduanas y peajes del comercio interior que perjudicaban a los productores. Así también, creía que era bueno ayudar a que se asentaran en España mercaderes y artesanos de otros países. El parmesano Alberto Struzzi, anterior en el tiempo, ya había propuesto cuestiones similares influido por el tratado del holandés Hugo Grocio, Mare Liberum, en el que se explicaban las ventajas del libre comercio y el laissez-faire, habiendo querido aplicar estas medidas en Castilla y abogando por la libertad de comercio extranjero en el Atlántico, proponiendo todo esto en su Diálogo sobre el comercio de estos reinos de Castilla, de 1624 (véase J. I. Ruiz, ibid., pp. 522, 523).
Capítulo aparte es Miguel Álvarez Osorio y Redín, quien durante el reinado de Carlos II escribió siete memoriales en los que, aunque no propone medidas muy distintas de las de arbitristas anteriores, aplica un método cuantificador basado en datos estadísticos, integrando además el conjunto de los sectores productivos. Ve los mayores problemas en el decaimiento demográfico, en el excesivo número de eclesiásticos, en la agricultura improductiva y la crisis de las manufacturas, en la mala administración, en la manipulación de la moneda, en la presión fiscal y en el atraso científico tecnológico, algo de lo que se harían eco los novatores discípulos del médico valenciano Juan de Cabriada. Volviendo a Álvarez Osorio y Redín, las medidas que propuso eran plenamente intervencionistas. Pasaban porque el Estado pusiera en explotación nuevas tierras, abriese nuevos telares que dieran trabajo y fomentaran la industria, la protección de los productos manufacturados en España, prohibiéndose la importación de los extranjeros y la supresión de los impuestos indirectos y la fijación de otros fijos, como por ejemplo sobre la harina. Sin embargo, sería partidario de la liberación del comercio con América (véase J. I. Ruiz, ibid., pp. 516, 517).

Como hemos podido ver, aunque no existiese un corpus teórico plenamente coherente que pudiera dar pie al surgimiento de un modelo económico, sí que hubo lugares comunes de los que se hicieron eco estos autores que podemos llamar memorialistas y arbitristas, que desde sus limitaciones y con intenciones muy variadas, se plantearon numerosos problemas y propusieron soluciones que nos permiten hablar de la existencia de un mercantilismo, aunque sea sui géneris, en la España de los siglos XVI y XVII. También he intentado transmitir cómo según fueron avanzando los años, las propuestas cada vez fueron más complejas, y ya a finales del siglo XVII, los pensamientos de estos voluntariosos autores conectan en algunos de sus puntos con las propuestas más serias y eficaces que al auspicio de los Borbones, famosos reformadores o proyectistas como Fray Benito Jerónimo Feijoo, Pedro Rodríguez de Campomanes o Gaspar Melchor de Jovellanos, pudieron llevar a cabo con mayor o menor éxito en una España de la Ilustración que intentaba despegar económicamente e iba tras los pasos de la reforma agraria y la Revolución Industrial. Los arbitristas por tanto, no fueron ni científicos ni teóricos, pero en sus trabajos descansa el conocimiento económico de la primera Edad Moderna, demostrando que a pesar de la falta de método, el pensamiento económico existió.

3 comentarios:

David Alonso dijo...

Buena, muy buena, entrada. Lo único que te recomendaría sería contrastar la lectura del libro colectivo de A. Alvar con otros trabajos (p. e. A. Dubet).

Un saludo

Mercedes dijo...

Hola Victor

He leído las entradas que hacéis y están muy bien. Es un blog muy completo, me dais envidia, pero de la buena.

Por mi parte sigue en pie la propuesta de intercambiar información bibliográfica. Como os comenté estoy haciendo el trabajo de los precios en Inglaterra para los siglos XVI y XVII.

Un saludo.

Mercedes dijo...

Hola Victor

He leído las entradas que hacéis y están muy bien. Es un blog muy completo, me dais envidia, pero de la buena.

Por mi parte sigue en pie la propuesta de intercambiar información bibliográfica. Como os comenté estoy haciendo el trabajo de los precios en Inglaterra para los siglos XVI y XVII.

Un saludo.